domingo, 8 de diciembre de 2013

Debate abierto: ¿tienen alma y derechos los animales?


Se cumplen 20 años del nacimiento del “Proyecto Gran Simio”

Hace 20 años, un grupo de moralistas, etólogos y hombres de ciencia sacó a la luz la iniciativa conocida como “Proyecto Gran Simio”, e hicieron pública además la “Declaración de los Grandes Simios Antropoideos”. ¿Tienen derechos los animales como los tienen los humanos? Este debate sigue presente en las religiones, y en el debate ético de nuestra sociedad. Por Leandro Sequeiros.




El Proyecto Gran Simio (PGS), fundado en 1993, reclama una extensión del igualitarismo moral para que incluya a todos los grandes simios. Esto incluye a las especies de los chimpancés, los gorilas, los bonobos y los orangutanes. Imagen: Fiver Löcker. Fuente: Flickr.
El Proyecto Gran Simio (PGS), fundado en 1993, reclama una extensión del igualitarismo moral para que incluya a todos los grandes simios. Esto incluye a las especies de los chimpancés, los gorilas, los bonobos y los orangutanes. Imagen: Fiver Löcker. Fuente: Flickr.

La Declaración de los Grandes Simios Antropoideos es un documento de ambiciosas perspectivas que vendría a moverse en claves todavía más contundentes, si cabe, que las propias de la Declaración universal de los derechos del animal que la UNESCO aprobó en 1977, e incluso fue ratificada por la ONU. 

Levantando como estandarte el eslogan «La igualdad más allá de la humanidad», la declaración constituye una intentona de ampliar la «comunidad moral» de los iguales al grupo zoológico de los grandes simios (chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes) del que el Proyecto mismo toma su nombre, y ello al menos como paso intermedio en la búsqueda de la reconciliación total del ser humano con sus hermanos animales. 

La génesis del Proyecto Gran Simio 

En este sentido el Proyecto, a través de su manifiesto, dice ampararse en los fundamentos que a tal fin proporcionan los más recientes desarrollos de ciencias naturales –biología, evolucionismo darwinista, etología, psicología animal, genética– que habrían terminado por arrumbar la concepción tradicional de los animales no humanos y de la distancia que media entre éstos y los hombres tanto en lo tocante a las capacidades intelectuales (resolución de problemas, uso del lenguaje articulado, capacidades éticas, morales y políticas, etc) como en lo que a la vida psíquica y emotiva se refiere (amistad, amor por los cuidadores, decepción, miedo, dolor, padecimientos varios, etc). 

La Declaración sobre los Grandes Simios incide fundamentalmente sobre tres puntos que señalan sendos derechos elementales que el humano despotismo habría venido a hurtar a sus parientes los chimpancés, los orangutanes y los gorilas: 1) el derecho a la vida (salvada la eventualidad de la legítima defensa); 2) la protección de la libertad individual (salvada la condena «en firme» tras el adecuado proceso legal frente al que los miembros de la comunidad de iguales tienen en todo caso, derecho a jurisconsulto y a abogado defensor) y 3) la prohibición de la tortura (cuyo alcance sin duda alguna incluye prácticas tales como la doma, los espectáculos circenses o los experimentos biomédicos dolorosos). 

La incapacidad evidente que lastra a los interesados, imposibilitándoles hacerse cargo de su misma lucha emancipadora, requiere que sea el mismo opresor –o por lo menos grupos conscientes del mismo, la vanguardia pro-simia por así decir, de entre los humanos– quien se erija en campeón de la liberación de los simiescos oprimidos, representando de este modo su causa. 

A este noble objetivo se orientan los esfuerzos del Proyecto Gran Simio cuyos planteamientos, llevados a su límite, podrían ocasionar una auténtica conmoción de repercusiones no difíciles de prever, en las formaciones sociales de nuestros días. Probablemente el vegetarianismo activo sería una de las implicaciones prácticas inexcusables de la Declaración, si es que esta misma se entiende como un primer paso intercalado en un proceso de mayor alcance que tendría que ampliarse también en el futuro –¿dónde poner, si no, los confines de la comunidad de iguales?– a las «bestias de granja», ¿lo sería también la paralización inmediata de la investigación biomédica, tal vez inaceptable por el sufrimiento infringido a la cobayas que esta misma conlleva?, ¿cabría exigir en su caso la sindicación de los nuevos «trabajadores» tales como perros policía, vacas lecheras, bueyes de carga o abejarrucos, quienes seguramente podrían reivindicar un «convenio colectivo», vacaciones pagadas, holgazaneo dominical y también «dignos» subsidios de jubilación para acomodarse una vez llegados a la «edad del merecido descanso»? El profesor Gustavo Bueno y el equipo de filosofía de la Universidad de Oviedo han estudiado estas preguntas. 

Se trata en todo caso de cuestiones abiertas de índole ciertamente mayor –y no ya, como tal vez pudiera parecer, burdas parodias malintencionadas con objeto de ridiculizar las posiciones de referencia– a las que, con todo, los promotores del Proyecto y de la Declaración, no han dado de momento respuesta alguna. 

La igualdad más allá de la humanidad 

El Proyecto Gran Simio: la igualdad más allá de la humanidad es también el título que ha recibido en español el libro donde se contienen las aportaciones textuales de quienes en 1993 firmaron la Declaración de los Grandes Simios. La egregia relación de los autores participantes, a cuya cabeza destacan como coordinadores de la obra el filósofo australiano Peter Singer –después presidente del PGS-Internacional– y la ideóloga italiana Paula Cavalieri (directora de la revista Etica&Animali), incluye personalidades de muy diversa procedencia disciplinar –etólogos, sociobiólogos, filósofos, antropólogos, juristas, &c.–. 

Tal circunstancia quizás sea la central de cara a explicar la correlativa confusión y heterogeneidad detectable en los discursos que se hilvanan en el libro y que ciertamente compadecen a veces muy mal unos con otros: la filosofía espontánea de los etólogos y primatólogos, pongamos por caso (sensibilizados acaso por sus años de contacto con los primates en la selva, pero también urgidos según puede sospecharse por un imperativo profesional –análogo a nuestro juicio al que anima el conservacionismo relativista de los antropólogos respecto de los salvajes– que les insta a evitar que se les acabe el material de investigación) se ve acompañada por posiciones utilitaristas «benthamianas» como las de Peter Singer y sus acólitos, o por la visión «inherentista» que respecto de los animales dice sostener Tomás Regan; el grosero reduccionismo sociobiológico de Ricardo Dawkins o el «darwinismo moral» que defiende James Rachels poco tienen que ver con el prisma formalista de naturaleza analítica al calor del cual los finlandeses Heta y Matti Häyry se acercan a tales cuestiones. 

La polémica sobre los derechos de los animales 

Según se anuncia en el prólogo que encabeza el libro, los autores de las colaboraciones decidieron prescindir de cobrar sus correspondientes honorarios por las mismas a fin de que los beneficios que las ventas produjesen fuesen destinados a la financiación del Proyecto. 

En el propio prólogo se informa del apartado de correos que por entonces venía a fungir de dirección postal oficial del PGS, sita en Collingwood, Melbourne, en el estado australiano de Victoria, que vio crecer precisamente a Peter Singer. Se informa asimismo del número de fax internacional al que los lectores interesados pueden dirigirse si desean patrocinar con su mecenazgo o con su firma el proceso emancipador por el PGS iniciado. 

Sin embargo para 2002, la sede central del PGS Internacional había sido ya trasladada a la ciudad norteamericana de Portland, en Oregón. También en los primeros años del siglo XXI puede constatarse la gran variedad de países en los que el PGS cuenta ya con sus propias filiales: así los Estados Unidos del Norte de América (con sede en Portland, Oregón), Taiwán, Inglaterra (sede en Londres, figura como responsable David Pearson), Australia (sede en Collingwood, Melbourne, Victoria), Canadá (radicada en Vancouver), Japón (responsable: Prudence Foster, Universidad de Okayama, Misasa), Nueva Zelanda, Suecia (en la ciudad de Kivik, Henrik Ahlenius es el nombre del adalid local), Finlandia (bajo la dirección de Mike Garner), Alemania (sita en Hamburgo, figura como responsable Kalvin Karcher) y Benelux (dependiente de la anterior).

También se han dado a extender las semillas de la iniciativa entre los países de tradición católica como lo son España (el presidente del Proyecto Gran Simio España no es otro que Jesús Mosterín, como secretario aparece Paco Cuellar), Argentina (sede en Buenos Aires, dependencia a cargo de Ana María Aboglio) o Brasil (en San Pablo, con Peter Ynterian a la cabeza) y Portugal. No parece en cambio que la iniciativa se haya propagado por el momento a China –aunque sí a la vecina isla de Formosa–, a Rusia ni a ninguna de las naciones de su entorno, pero tampoco entre los países islámicos –no existe, por ahora, ninguna sucursal del PGS en Irán, Irak, Kuwait, Arabia Saudita o Pakistán–. 

A continuación ofrecemos la lista completa, dispuesta en orden alfabético, de los «desinteresados» colaboradores que participaron inicialmente en El Proyecto Gran Simio: la igualdad más allá de la humanidad. Podrá comprobarse la presencia en la misma de nombres que son bien conocidos por todos en gracia a sus labores científicas, filosóficas o periodísticas. 

Douglas Adams, Christoph Anstötz, Marc Bekoff, David Cantor, Mark Carwardine, Paola Cavalieri, Stephen L. R. Clark, Raymond Corbey, Richard Dawkins, Jared Diamond, R. I. M Dunbar, Gary L. Francione, Deborah Fouts, Roger S. Fouts, Jane Goodall, Wendy Gordon, Heta Häyry, Matti Häyry, Dale Jamieson, Adriaan Kortlandt, Colin McGuinn, Harlan B. Miller, Robert W. Mitchell, Toshisada Nishida, Barbara Noske, Francine Patterson, Igmar Persson, James Rachels, Tom Regan, Bernard Rollin, Richard D. Ryder, Steve F. Sapontzis, Peter Singer, Betsy Swart, Geza Teleki, y H. Lyn White Miles. 

Veinte años del Proyecto Gran Simio: el animalismo desde el materialismo filosófico 

Con el sugestivo título Veinte años del Proyecto Gran Simio: el animalismo desde el materialismo filosófico, el profesor Iñigo Ongay impartió en enero de 2013 una conferencia en la Escuela de Filosofía de Oviedo. Llevamos a nuestros lectores algunas de las ideas desarrolladas en ella, que también puede seguirse en el vídeo presentado. 

El conferenciante resaltó que, hace ahora veinte años, en 1993, una pléyade de etólogos, primatólogos, sociobiólogos, juristas, «filósofos morales», especialistas en «ética normativa», antropólogos,etc, presentaban en sociedad la iniciativa conocida como Great Ape Project. 

Esta iniciativa, encabezada por el «eticólogo» australiano Peter Singer y la ideóloga animalista italiana Paola Cavalieri, pretendía, de manera ciertamente muy ambiciosa, extender los principios rectores «éticos» propios de la «comunidad de los iguales» a los grandes simios antropoideos (sean chimpancés comunes –Pan troglodytes–, sean chimpancés bonobos –Pan paniscus– sean asimismo, gorilas –Gorilla gorilla– u orangutanes – Pongo pygmeus–). 

Y ello, tal y como en ocasiones tendían a representarse el propio proyecto algunos de sus representantes más «avanzados» (léase el propio Singer sin duda, pero también T. Regan, Gary Francione o Richard Ryder), a la manera de un «primer paso» en el proceso de la liberación total de los animales no humanos respecto del despotismo de su cainita «hermano» Homo Sapiens Sapiens. 

Desde este punto de vista, - continúa Ongay - y haciendo pie en consignas más o menos terminantes a efectos pragmáticos (por ejemplo vinculados con el marketing editorial) al estilo de «la igualdad más allá de la humanidad», auténtico leitmotiv del propio Proyecto, los proponentes del PGS pudieron rubricar la llamada «Declaración de los Grandes Simios Antropoideos» en la que exigían, como medida inmediata, el reconocimiento a los antropideos de los derechos a la vida, a la libertad y a la protección frente a la tortura. 

Un ensayo polémico 

El Proyecto Gran Simio. La igualdad más allá de la humanidad (The Great Ape Project. Equality beyond Humanity) es también el título del libro, asimismo publicado por Singer y Cavalieri en 1993, donde se recogían las aportaciones de los «abajofirmantes» que ese mismo año presentaban la Declaración. 

El libro pudo conocer sucesivas ediciones y traducciones –por ejemplo al italiano, y también al alemán, aunque no –al menos inmediatamente– al francés, al chino o al árabe, &c.)– en los años consiguientes hasta que, justamente en 1998 –el mismo año en el que el Papa Juan Pablo II reconocía en los animales un «soplo vital» que el ser humano no podía pretender desconocer– la editorial Trotta pudo ofrecer una versión española de la obra preparada por Carlos Martín y Carmen González. 

Una "questio disputata" en filosofía escolástica 

Justamente hace ahora una década, empezábamos nosotros (Ongay) a sacar adelante una reconstrucción filosófica de los fines y del alcance del propio PGS. Una reconstrucción que, para 2007, había cristalizado ya, bajo la forma de una tesis doctoral dirigida por Gustavo Bueno Sánchez y defendida en la facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo. Lo hacíamos así, persuadidos de que la iniciativa encabezada por Singer, Cavalieri y compañía, muy lejos de constituir una suerte de detalle oligofrénico interesante acaso todo lo más a modo de «decimal» de la historia de la filosofía o de las ciencias etológicas, estaría removiendo en realidad una masa de problemas sumamente profusa inextricablemente vinculada a una de las cuestiones más capitales de la propia tradición filosófica académica. A saber: la cuestión de los animales, en sus relaciones con el hombre, cuestión que evidentemente representaría en efecto una verdadera questio disputata cuyo alcance no resultaba nada fácil pretender desconocer. 

“Así, si es verdad que la tradición escolástica, tal y como cristaliza singularmente en la doctrina tomista, habría tendido a resolver muy limpiamente la problemática psicológica (animástica según se decía antes de Rodolfo Goclenius) del «alma de los brutos» mediante el expediente de reconocer a los animales un alma sensitiva muy diferente del «alma racional» espiritual –y por lo mismo positiva y no ya sólo abstractivamente inmaterial– propia de los hombres, y ello en la medida en que las operaciones intelectivas ejecutadas por estos exigirían al parecer, remitirse a un principio sustancial inmaterial (según el consabido principio escolástico: operari sequitir esse), tampoco dejará de ser cierto en todo caso, que a partir del siglo XVI, comenzará a abrirse camino una tradición muy pujante que, amparándose en fundamentos doctrinales de corte más bien agustiniano-nominalistas que aristotélico-tomistas, propenderá a zanjar el «problema del alma de los brutos», mediante el socorrido procedimiento de negar a las bestias cualquier atisbo de alma incluso sensitiva (así Gómez Pereira con su Antoniana Margarita: Bruta sensu carent y ello puesto que, una vez establecida, ad modum parisiensis, la continuidad total entre aprehensión y juicio, nadie podrá atreverse a conceder sensación a los animales so pena de quedar al mismo tiempo forzado a reconocerles intelecto –y por ende un alma racional tan espiritual como la humana–.” 

Los animales serán autómatas sin duda. No será otra la conclusión obtenida por Gómez Pereira o por René Descartes desde un espiritualismo muy cercano a la metafísica franciscana de Occam, sin perjuicio, adviértase, de que en la misma dirección procederán también «materialistas» como Julian Offray de la Metrie, aunque ahora desde unas bases mecanicistas verdaderamente muy groseras, en su obra El hombre máquina. 

En todo caso, lo que de verdad interesa destacar aquí es que los proponentes del PGS, muchos de ellos etólogos de primera fila (no por nada el propio Proyecto era presentado en 1993 como el «encuentro» entre la etología y la ética) parecen recorrer el mismo circuito argumental, aunque sea, bien es cierto, barriendo el argumento ad hominem de Pereira a sensu contrario: si los brutos tuviesen sensación, y dada la conexión entre aprehensión y juicio, resultaría arbitrario negarles el razonamiento, ahora bien, es obvio –y la investigación etológica de nuestros días parece atestiguarlo con la mayor firmeza– que los animales sienten, ergo, no subsistirá en tales condiciones fundamento alguno para rehusar la siguiente conclusión: los animales son sujetos racionales o, al menos, raciomorfos. 

Los argumentos de la etología del siglo XX 

Según el profesor Ongay, “es que, ciertamente, el desarrollo triunfal de la etología a lo largo del siglo XX representa, por su ejercicio, la pulverización más terminante de la tesis del automatismo animal en cuanto esta, sin perjuicio de sus rendimientos en campos como el fisiológico a la manera de uno de sus principios de cierre, resultaría en cambio absolutamente refractario con respecto al ABC de la sabiduría etológica del presente”. 

“Efectivamente, lo que la etología de nuestro presente habría demostrado –y ello de mil maneras distintas, desde la investigación en lenguajes animales por parte de los Gardner, los Fouts, Susan Savage Ruambaugh o David Premack hasta la delimitación de la llamada etología cognitiva de la mano de Donald Griffin, desde la política de los chimpancés de Frans de Waal a los estudios de campo sobre la inteligencia social, incluida la «inteligencia maquiavélica», de los monos vervet o de los babuinos a cargo de Dorothy Cheney y Robert Seyfarth– es muy precisamente esto: los animales no son tanto máquinas, ni tampoco en manera alguna automatismos reactivos en el sentido del behaviorismo watsoniano o puros mecanismos instintuales (como todavía se dice en nuestros días, por caso desde entornos más o menos neotomistas, de forma francamente indocta) cuanto sujetos operatorio cuya racionalidad conductual en modo alguno podrá desconocerse fuera de la metafísica humanista –espiritualista– a la Descartes. Algo sin duda, en lo que muchos de los firmantes del PGS habrían venido insistiendo de una manera particularmente diáfana. Como dice Bernard E. Rollin: «(…) los simios no sólo presentan emociones, personalidad e individualidad. Dan muestras asimismo de razón e inteligencia de una manera que nos induce con fuerza a ofrecerles una consideración moral.»” 

De hecho, el materialismo filosófico recoge ampliamente la lección principal de la etología. Por poner un ejemplo suficientemente significativo, es la propia consideración de la organolepsis animal, en función de los filtros peceptivos de las diferentes especies mendelianas, lo que –según el argumento zoológico contra el idealismo– permite dar cuenta de la conformación zootrópica del mundus adspectabilis (Mi) recortado sobre la materia ontológico general (M), de una manera que desborda a la vez tanto el idealismo (sea el idealismo trascendetal de Kant, sea el idealismo material de Berkeley) como el realismo, esto es, tanto las hipóstasis de la idea de sujeto como la sustantificación de la idea de objeto, en una dirección hiper-realista que tiene en cuenta, frente a los esquemas epistemológicos más usuales, la pluralidad de sujetos y de objetos así como su conjugación mutua. 

Pues bien, en la tesis doctoral de Ongay “nos servíamos del decurso del problema del alma de los brutos como criterio clave en la fasificación de la historia del animalismo. De este modo, las primeras arremetidas críticas frente a la doctrina del automatismo de las bestias de la mano, por caso, de Feijoo, pero también de Voltaire, de Hume o aun de La Mettrie (siguiendo un esquema de metábasis por expansión) habría que hacerlas corresponder –tal nuestro diagnóstico– con el primer despliegue del animalismo en el siglo XVIII y las primeras décadas del XIX (en 1792 tiene lugar la publicación en Londres del libelo anónimo anti-wollstonecraftiano de Thomas Taylor irónicamente titulado Vindication of the rights of brutes), por parte, ante todo de clérigos anglicanos o presbiterianos como Herman Dagett, Humphry Primatt o Arthur Broome (fundador en 1824 de la Society for the Prevention of Cruetly to Animals) o de «cristianos reformados» como George Angell, quien en 1868, fundase la Massachusetts Society for the Prevention of Cruelty to Animals sin perjuicio de que tales reivindicaciones se formulen en función no tanto de los «derechos animales» sino, por ejemplo, de la «compasión» o del «humanistarismo» hacia unas bestias a las que ya no se considerará como máquinas, aunque en todo caso, la «razón» o el «discurso» que se les reconozca en modo alguno será suficiente para conmensurarlas con los hombres”.

Logo del PGS. Fuente: Wikipedia.

El impacto del darwinismo en la interpretación de los primates 

Sin embargo, el desenvolvimiento a toda máquina de la «revolución darwinista», a partir de 1859 (y, sobre todo, tras la publicación del El Origen del Hombre en 1871) ocasionaría la conformación de un segundo despliegue animalista que, al amor de la continuidad filogenética entre los taxones zoológicos, podrá ya recuperar, ahora plenamente en serio (in recto), es decir, sin resto de ironía tayloriana, la temática de los «derechos de los animales». 

Así proceden por ejemplo, figuras como Frances Power Cobbe en Darwinism in Ethics (1872), Edward Byron con su The Right of an Animal. A new Essay in Ethics (1879), Henry Stephen Salt en Animal Rights considered in relation to social progress (1892), o incluso Ludwing Büchner en La vida psíquica de los animales. 

Justamente, en la década de 1960, tras lo que nosotros (Ongay) hemos consignado como el «eclipse de la ética animal» (un eclipse puntualmente coincidente con lo que el historiador británico de la biología Peter J. Bowler ha rotulado como «eclipse del darwinismo», así como con el auge, en el campo de las ciencias de la conducta, de la reflexología pavloviana y del conductismo watsoniano), la temática del animalismo reaparece bajo la forma de un tercer despliegue animalista: en 1971, en el entorno de la Universidad de Oxford (donde, dicho sea de paso, N. Tinbergen venía trabajando desde 1949 a instancias de Alister Hardy), Stanley y Roslind Godlovitch y John Harris darán a la imprenta el libro Animals, Men and Morals, en palabras del psicólogo oxoniense Richard Ryder, «el primer trabajo serio sobre los derechos de los animales desde Los derechos de los animales considerados en relación al progreso social de Henry S. Salt». 

“En 1975 sale a la luz el clásico Animal Liberation, de Peter Singer, que sólo diez años más tarde, en 1985, conocería un primer vertido a la lengua española en la editorial Mexicana A.L.E.C.A. (en 1999 la editorial Trotta, un año después de haber ofrecido a los lectores hispanos la traducción del PGS, decidiría dar a la imprenta una nueva edición del libro de Singer). No creemos que este tercer despliegue pueda disociarse del potente desarrollo de la etología lo largo de las décadas anteriores, un desarrollo que terminaría, adviértase, cobrando plena carta de naturaleza por vía pragmática mediante la concesión en 1973 del Premio Nobel de Fisiología y Medicina a los fundadores de la etología contemporánea. Los años en los que Singer escribe Liberación animal son los años en los que los que se consolidan los estudios sobre el lenguaje de los animales o sobre la cultura de los animales o sobre la cognición animal, pero también, y esto es importante hacerlo notar, los años en los que las reivindicaciones de los «derechos animales» cobran una pujanza renovada: Declaración Universal de los Derechos del Animal en 1977, fundación de los primeros Frentes de Liberación Animal, Proyecto Gran Simio”. 

Y no se tratará ya de meros alegatos éticos más o menos retóricos, fundados en un oscuro «humanismo anglicano», sino de la pretensión de otorgar a los simios, pero también a otros sujetos operatorios no humanos, la condición de «personas», o incluso de «ciudadanos», de «miembros de la comunidad de iguales», pues las antiguas bestias serán ahora vistas como «esclavos» a los que se haría preciso manumitir etc. 

“Nuestro diagnóstico, así las cosas, - prosigue Ongay - era el siguiente. Es verdad que tales pretensiones animalistas, por parte de sus defensores resultan inadmisibles por sus consecuencias pues supondrían, como en muchas ocasiones reconocen los propios animalistas en un ejercicio muy «coherente» del principio fiat iustitia et pereat mundus, la práctica paralización del mundo en marcha según el estado de su desarrollo tecnológico (uso de animales en experimentación biomédica, agricultura y ganadería intensiva, &c.), pero, ello no obstante, los críticos humanistas de planteamientos como estos (gentes como Peter Carruthes o, entre nosotros, Víctor Gómez Pin, Fernando Savater o Adela Cortina) no harían otra cosa que reproducir, en el ejercicio, una doctrina espiritualista muy cercana al automatismo animal pereiriano o cartesiano. 

En realidad, tanto los animalistas como los humanistas, sin perjuicio de su oposición frontal (contraria sunt circa eadem), habrían tendido a desempeñar sus posiciones en base a un espacio antropológico bidimensional, plano, de suerte que, cuando los términos del debate quedan dibujados a la escala propia de ese sistema bimembre de coordenadas antropológicas, los animales comenzarán a figurar confusamente como «personas» –como miembros de la comunidad de iguales– al no poder aparecer ya como «máquinas» o como meros términos impersonales de la naturaleza (esta es, esencialmente, la postura animalista), o, alternativamente, serán considerados, no menos confusamente, como «máquinas» ante la evidencia de que ni aparecen ni pueden aparecer como «personas» (así, según nos parece, razonarían los críticos humanistas de filósofos como Peter Singer o Tom Regan). 

Según Ongay, “los animales no humanos no son máquinas sin duda –y no sería otro el fulcro de verdad del animalismo ético–, pero, sin perjuicio de que no lo sean, ello tampoco quiere decir que puedan considerarse como «personas» a las que sea necesario reconocer «derechos», dado, entre otras cosas, que los propios Homo Sapiens Sapiens tampoco reciben su «condición de personas» por una acumulación de predicados autotéticos, más o menos sutiles o importantes pero puramente metafísicos, sino por razón de predicados alotéticos históricamente establecidos entre los que se cuenta, muy precisamente, sus relaciones de dominio con respecto a los restantes animales (las relaciones, por caso, en virtud de las cuales un conductista encierra en una caja de Skinner a una rata blanca, sin que pueda en modo alguno decirse, salvo por metáfora impropia según el «chiste profesional» que Eyseck interpone en su La rata y el diván, que es la propia rata la que, mediante su conducta operante condiciona al conductista)”. 

El animalismo en los albores del siglo XXI 

En algunos casos, ideólogos animalistas del presente habrían tendido a mantener, en pleno siglo XXI, posiciones que en alguna medida podrían considerarse como deudatarias del «humanitarismo hacia las bestias» característico, para el siglo XIX o incluso de finales del XVII, de personajes como Humphry Primatt, autor de The Duty of Mercy and the Sin of Cruelty to Brute Animals, presumiblemente su disertación doctoral en la Universidad de Aberdeen en 1773, pero también de Arthur Broome, Richard Martin –conocido entre sus contemporáneos como «humanitarian Dick»– o John Harris –apodado el granjero literario–. 

“Figuras todas ellas, las más de las veces por lo demás implicadas en el despegue institucional de asociaciones como la SPCA/RSPCA, muy vinculadas al clero anglicano y que procuraron sacar adelante argumentos basados tanto en la «razón» como en la «revelación» en defensa de la tesis según la cual «la crueldad por parte del hombre hacia las bestias –sin perjuicio de que estas no sean ni puedan ser miembros de pleno derecho de la comunidad de iguales– es pecaminosa pues implica una flagrante dejación de responsabilidades por parte del guardián de la creación». Estos autores habrían abogado por la necesidad de instaurar un «trato humano» que regule las relaciones entre hombres y animales, sin perjuicio de los principios plenamente antrópicos (no anantrópicos) que seguirían en todo caso regulando dichas relaciones. Richard Martin –el famoso humanitarian Dick– llegaría a emprender, por poner un ejemplo de lo que decimos, una campaña en defensa de la «ley contra el maltrato de ganado», instaurada más tarde en el Reino Unido, que, con todo, no comprometería el derecho a la propiedad privada por parte de los granjeros, &c., &c.” 

El Grupo de Oxford 

En nuestros días contamos con figuras tales como Andrew Linzey, uno de los pioneros del «Grupo de Oxford» de los setenta, que ejerce como Reverend Professor de Teología anglicana en la Universidad de Oxford. La tesis principal de Lizney en muchos de sus libros (verbigracia: Animal Rights. A Christian Assesment, 1976; Christianity and the Rights of Animals, 1987; Song of Creation, 1988; Compassion for Animals, Readings and Prayers, 1989; Animal Theology, 1994) puede sonar en este contexto del modo siguiente: puede que la tradición teológica cristiana haya hecho del antropocentrismo uno de sus puntales a la hora de valorar la relación entre el hombre y sus hermanos animales, pero, ello no obstante, siempre será posible encontrar excepciones muy significativas entre santos varones del pasado (de San Ireneo a San Buenaventura, de San Francisco de Asís a Tolstoi) que permiten hablar de un «paradigma de la compasión». 

Según este paradigma el despotismo del hombre hacia las bestias, o aun su indiferencia hacia las mismas, representaría uno de los indicios más pecaminosos de la absoluta degradación espiritual del género humano (un signo, en efecto, de su alienación con respecto a la gracia divina). 

En todo caso, resultaría necesario ver en el sufrimiento cotidiano de los animales –por ejemplo en granjas de estabulación, en laboratorios biomédicos o de fisiología experimental, en mataderos, &c., &c.– el eco más intenso de la cruz de Cristo. Volvernos de espaldas a ese eco sería tanto como profundizar en la situación pecaminosa en la que el hombre se encontraría enfangado en su alienación teológica (una suerte de conversio ad creaturam), mientras que optar por escucharlo –abrazando por ejemplo la dieta vegetariana, o promoviendo como objetivo práctico inmediato los fines que persigue el Proyecto Gran Simio– ayudaría al ser humano, sin duda en su papel de rey –no tirano– de la creación, a reencontrar su verdadera identidad como imagen de Dios. ¿Pues acaso no vela nuestro Padre Celestial por el bienestar de otras especies mendelianas? 

El Instituto de Ética Animal de Oxford 

Pues bien, para 2006, el Reverendo Profesor de Teología anglicana Andrew Lizney pudo fundar un instituto de «investigación» en ética animal dependiente de la Universidad de Oxford, bajo el muy significativo rótulo The Ferrater Mora Oxford Center for Animal Ethics. 

Un Centro que, bajo la dirección del propio Lizney y la subdirección de Claire Lizney (graduada en teología en la Universidad Andrews de Escocia con una disertación sobre Johannes Climacus, Sören Kierkeggard y Karl Bath), y la dirección asociada de Priscilla N. Cohn, promueve el trabajo pionero sobre la «ética animal». 

Una lectura mínimamente morosa de los nombres de sus socios nos depara «sorpresas» como las siguientes: Reverendo profesor Scott Codwell, profesora Susan M. Pigott (que imparte las asignaturas “Escrituras veterotestamentarias” y “Hebreo” en la Escuela Logsdom de teología), Matthew Halteman (profesor de filosofía en el Colegio Calvino de Grand Rapids, Michigan, EUA), Dawne McCance (director del departamento de religión en la Universidad de Manitoba en Canadá), la Reverenda Doctora Cassadra Carkuff (coordinadora nacional de los Ministerios Nacionales de las Iglesias Bautistas de los EUA). 

Para Iñigo Ongay, «El problema de la igualdad humana se amplía convirtiéndose en lo que podría llamarse igualdad “sintiente” cuando se abandona el especieísmo… y se admiten los titulados “derechos de los animales”… en tanto que derechos de todos los seres sintientes. Importantes modificaciones en el concepto de igualdad así como en el de justicia pueden resultar de semejante ampliación, pero es dudoso que ello lleve a la tesis de la desigualdad; más bien refuerza la tesis de la igualdad.» [Vid Andrew Linzey, «Enemies of human beings: Josep Ferrater Mora on blood fiestas», Enharonar 44 (2010), págs. 23-34]. 

Repitamos esto: «mi convicción de que un enemigo de los animales es otro modo de ser un enemigo de los seres humanos, se lo debo a mi razón raciocinante.» Pues bien, ¿qué distancia media, por muy diferentes que sean los parámetros respectivos, entre una pléyade de teólogos anglicanos, baptistas, calvinistas y católicos aggiornatos que, en el nombre de la sola scriptura, ven en la «crueldad hacia los animales» el signo más distintivo del pecado y la pérdida de la gracia y un metafísico integracionista que, en el nombre de su «razón raciocinante» se muestra ciertamente muy «convencido» de la gnosis según la cual los enemigos de los animales son, asimismo, enemigos de los seres humanos? 

Respondemos por nuestra parte: acaso muy escasa. Y ello, al menos en lo atinente a la densidad espiritualista del armonismo –sea creacionista, sea, a su vez, emergentista– que sostiene semejantes sistemas doctrinales. Simplemente, supondremos, la distancia que separa The Book of Common Prayer and Administration of the Sacrament and Other Rites of the Chuch according to the use of the Church of England (1549) y el Ideal de la humanidad para la vida. Con intoducción y comentarios de Julián Sanz del Río (1860).




Segundo despligue del animalismo 

A partir de Darwin, se hace posible la consolidación de un conjunto de premisas animalistas que desbordarán el «humanitarismo» o la «compasión» hacia el sufrimiento de las bestias característicos de los autores más representativos del primer despliegue. 

“El siglo XIX,- prosigue Ongay - en su segunda mitad, conoce el activismo de «literatos» y «reformadores sociales» –no ya ministros de la Church of England– como puedan serlo la kantiana antiviviseccionista Frances Power Cobbe (amiga personal de Charles Darwin y autora, para 1872, de un Darwinism in Morals escrito bajo el influjo de El Origen del hombre), Henry B. Amos y Ernest Bell, fundadores en 1924 de la League for the Prohibition of Cruel Sports, o, muy señaladamente, Henry Stephen Salt, Edward Carpenter, John Galsworthy (Premio Nobel de Literatura en 1932) y Lisle Coulson, antiguos miembros de la RSPCA todos ellos, que llegarán a fundar para 1891 la Humanitarian League con vistas a la promoción de la dieta vegetariana, la prohibición de la caza del zorro. 

Sólo un año más tarde, en 1892, el propio Henry Stephen Salt dará a la imprenta su obra clave, Los derechos de los animales en relación al progreso social, que llegaría a conocer cinco reediciones hasta 1915. Justamente, Salt junto con Carpenter, Galsworthy y compañía llegarían a participar en 1891 en la Conferencia de la Sociedad Vegetariana Internacional celebrada en Londres a la que también asistiría un Gandhi recién llegado al Reino Unido. Se trata de reivindicaciones directas de los «derechos de los animales», vistos ahora, en tanto que taxones zoológicos, en plena continuidad genética con la especie humana. 

En el presente contexto, creemos, asociaciones como PETA (Personas por un Trato Ético a los Animales), fundada en 1980 por los activistas Ingrid Newkirk y Alex Pacheco, bajo la influencia directa del libro de Peter Singer Liberación Animal, han venido centrando sus más importantes dosis de activismo en temas que marcaron la agenda del segundo despliegue del animalismo (anti-viviseccionismo, uso de animales en entretenimiento, industria peletera). 

Sin embargo, es el «vegetarianismo» o incluso, en versiones animalistas todavía más radicales, el «veganismo», la cuestión que sin duda marca la pauta de la mayor parte de los debates actuales, así como multitud de campañas, apologías. 

En efecto, el día de todos los santos de 1944, Donald Watson y Elsie Shrigley, dos miembros de la Sociedad Vegetariana de Leicester, podían reunirse en el Attic Club de Holborn en Londres para fundar una nueva organización que agrupase a aquellos vegetarianos que hubiesen renunciado a alimentarse con cualquier tipo de producto animal. 

Tras barajar diversas alternativas –entre las cuales tiene interés recordar especies tan deliciosas como «benévoro» o «sanivoro»–, y no sin antes romper lazos con la Sociedad Vegetariana, Watson y Shirgley, junto con otros activistas vegetarianos disidentes como Leslie Cross, fundan la Sociedad Vegana que, para 1960, pudo implantarse en los EUA de la mano del fundador de la American Vegan Society, Hom Jay Dinshah, ciudadano de New Jersey de orígenes farsi e indios. Tal y como señalaba con gran precisión el propio Donald Watson en el primer número de la revista Vegan News correspondiente a noviembre de 1944: 

«Vemos con bastante claridad que nuestra civilización presente está construida sobre la base de la explotación de los animales, exactamente igual que las civilizaciones del pasado se construyeron sobre la explotación de los esclavos, y creemos que el destino espiritual del hombre es de tal naturaleza que con el tiempo verá con aborrecimiento la idea de que el ser humano pudo una vez alimentarse con los productos de los cuerpos de los animales.» 

Como dice con rotundidad el jurista norteamericano Gary L. Francione: «En una sociedad saturada de explotación animal, es extremadamente difícil –quizás imposible– no ser al menos indirectamente cómplice de esta explotación como consumidores. Pero sin embargo podemos estar seguros de que si no somos veganos, somos ciertamente explotadores.» 

En esta misma dirección, aunque sus premisas resulten muy diferentes, también Peter Singer y Jim Mason, no sabemos si tras haber sondeado a la Fichte, el «destino espiritual del hombre» a la manera de Donald Watson, sacaron a la luz en 2006 el libro The Ethics of what we Eat. Why our food choices matter. En este alegato dietético, sin perjuicio de considerar otras alternativas (la dieta standard norteamericana así como la dieta del omnívoro consciente) Singer y Mason sacan a la luz las razones que hacen recomendable el seguimiento estricto de la alimentación vegana. No sólo se trataría de una cuestión de compasión animalista (o de preferencia utilitarista por el mayor bien del mayor número de seres sentientes), ya que por muy importante que resulte esta cuestión desde el punto de vista de los propios autores, Singer y Mason invierten muchas páginas en convencer a sus lectores de que la «abstinencia de la carne», por usar la fórmula de Porfirio, es por lo demás más eficiente desde la perspectiva ecológica y sin duda, mucho más sana frente a modelos intensivos de producción de proteínas animales. 

Curiosamente, si movilizamos en este punto la doctrina del Espacio Antropológico tridimensional que maneja el materialismo filosófico, nos parece evidente que habría que concluir que esta serie de «fundamentos», sin perjuicio de su claridad aparente, no resultan fácilmente acumulables entre sí. En efecto: no es exactamente lo mismo defender el «veganismo» por razón de su eficacia de cara al ahorro energético (algo que podría denominarse «veganismo radial»), que tratar de sostener su conveniencia desde un punto de vista médico (un «veganismo circular») o bien en términos ético-animalistas («angulares»). 

En realidad, y aunque pueda parecer paradójico, desde la perspectiva del materialismo filosófico sería obligado concluir que las verdaderas razones éticas –aunque fuesen falsas, esto es, aunque no sean en modo alguno «razones éticas verdaderas»– del «veganismo» tendrían, en todo caso, que cincunscribirse a la escala del mantenimiento en el ser de la invidualidad corpórea canónica (perspectiva médica), mientras que, precisamente, los argumentos llamados «éticos» por los animalistas, en cuanto referidos a sujetos operatorios no canónicos (sin duda no a máquinas o a autómatas mecánicos) en manera alguna podrán ser reconocidos a título de «éticos», sin perjuicio de que pudieran aparecer como «teológicos», religiosos en sentido primario. 

En cuanto a lo que hemos denominado «veganismo radial», creemos que lo primero que resulta imprescindible destacar es la circunstancia de que análisis como los de Singer y Mason adolecen de una ingenuidad metafísica que difícilmente podría ser mayor por cuanto ni siquiera incorporan a sus cálculos «ecológicos» la dialéctica de Estados en competencia mutua por los recursos basales que cada cuerpo político puede pretender apropiarse según su territorio respectivo, &c. 

Personas animales, animales ciudadanos y animales soberanos 

Veinte años después de la presentación en sociedad del Proyecto Gran Simio, el fundamento más socorrido de la mayor parte de propuestas animalistas sigue siendo en nuestros días el materialismo moral segundogenérico (un pathocentrismo, como dice Adela Cortina) al estilo de Jeremy Bentham, que Peter Singer ha venido formulando en obras como Ética Práctica o Liberación Animal. 

Una concepción por cierto, que curiosamente no permitiría sacar adelante, al menos in recto, reivindicación alguna de los «derechos animales», sin perjuicio de que permita, eso sí, atenerse a una modulación muy particular de la idea de igualdad entre animales humanos y no humanos, a saber: el principio de igual consideración de los iguales intereses de todos los sujetos sentientes, esto es, de todos los organismos ovoides de tipo Z a los que quepa considerar, sin zoomorfismo, como dotados de vis intellectiva y vis appetitiva en el bien entendido de que estos mismos, en ningún caso, podrían aparecer como máquinas («bruta sensu carent»). 

El principio de igual consideración de los iguales intereses, interpretado desde esta perspectiva utilitarista, conduce a una suerte de hedonismo ético cuya grosería psicologista ni siquiera permitiría ver en los individuos animales otra cosa que repositorios enteramente reemplazables de cantidades determinadas de dolor o de placer. Por ello, tratando de rehuir semejante psicologismo, otros autores han procedido a acogerse a fundamentos de carácter directamente metafísico como los manejados por la axiología «kantiana» de Tom Regan para la cual los animales serían ante todo «sujetos de una vida dotados de valor inherente», pero también por el «enfoque de las capacidades» de la filósofa «neo-aristotélica» Martha Nussbaum. 

Otro crítico animalista del utilitarismo singeriano como David DeGrazia argumenta, por su parte, apoyándose en las características cognitivas autotéticas de algunas especies animales (delfines, gorilas, chimpancés, &c.) para, desde ellas, proceder a construir una idea de «persona-fronteriza» (otros dirán «quasi-persona») capaz de fundar una ética animal. 

Dado que, en efecto, los animales no podrán en todo caso ser considerados como «cosas» –por ejemplo a título de robots, tal y como señala el propio Francione argumentando contra humanistas cartesianos al estilo de Peter Carruthes o R.G Frey– sólo quedará incorporarlos con pleno derecho a la categoría de «personas». De hecho, consideraciones como esta, han llevado a este ideólogo a emitir una condena terminante de lo que él mismo llama «nuevo bienestarismo» por cuanto tales posiciones –entre las que habría que incluir, muy singularmente, tesis como las de Peter Singer– ni siquiera impugnarían la «propiedad» sobre las personas animales. En su libro Animals as Persons. Essays on the abolition of animal exploitation (dedicado a «los dos hamsters y los veinte perros que me enseñaron el significado de la personalidad».) 

En este contexto, Francione, firmante en 1993 del PGS, ha terminado por desvincularse del Proyecto mismo al concluir que este, precisamente por su insistencia en las habilidades cognitivas de los grandes simios, estaría perpetuando y reforzando una jerarquía especista injustificable. 

No querríamos terminar este ensayo sin traer a colación las contribuciones del filósofo político canadiense Will Kymlicka, quien, en su trabajo firmado de consuno con Sue Donalson, Zoopolis. A Political Theory of Animal Rights (Oxford University Press, Oxford 2011), saca adelante las conclusiones más inequívocas que, efectivamente, parecerían seguirse de la ampliación de la «comunidad de iguales» propuesta por los proponentes del PGS hace ahora veinte años. Y ello no ya en un plano puramente ético, pues la apuesta principal de estos autores consiste en una extensión de la teoría de los derechos de los animales por vía de la teoría de la ciudadanía. 

En particular, lo que Kimlicka y Donaldson estarían sosteniendo ahora es que, mientras que los animales domésticos deberían recibir la consideración de «ciudadanos» de pleno derecho de nuestras sociedades políticas (sociedades que, en consecuencia, empezarán a figurar en calidad de «comunidades mixtas humano-animales»), la fauna salvaje conformará por su parte Estados soberanos propios en sus diferentes biotopos, reconocidos en tal condición soberana por terceras soberanías políticas, y ello según los principios del propio «derecho internacional» que se interpretaría en un sentido armonista muy próximo al del formalismo jurídico. 

En cuanto a los animales «liminales» que viven en nuestras ciudades sin quedar domesticados (es decir, palomas, gaviotas, coyotes o ratas, pero también, suponemos, cucarachas, arañas, moscas, &c.) tendrán que recibir una consideración especial, no sin duda a título de «ciudadanos» –pues es muy dudoso que tales animales puedan siquiera estar interesados en recibir tal calificación– pero tampoco como miembros de cualesquiera comunidad soberana exterior respecto de una tal ciudadanía, sino bajo un estatuto análogo al de los «denizens» de nuestros días (los amish de Pensilvania por poner un ejemplo, o también muchas minorías etno-culturales de inmigrantes). 

Esta consideración implica, según aducen Will Kymlicka y Sue Donaldson, que «su presencia debe ser aceptada como legítima, pero no tenemos el derecho a socializarlos en las prácticas de la ciudadanía, ni tampoco ellos pueden exigir los beneficios completos de la ciudadanía cooperativa.» 

No se trata de negar aquí que este tipo de propuestas, por sus consecuencias calculables, resulten disparatadas (un verdadero caso de locura objetual), con lo que cualquiera podrá extraer por modus tollens conclusiones muy precisas acerca de la falsedad de las premisas de las que parten autores como Kymlicka (premisas por cierto, que son las del PGS), pero lo que en todo caso nos parece que merece la pena enfatizar en este contexto es que el propio proyecto del animalismo, sin perjuicio de la sistemática confusión y oscuridad entre la que se mueven sus más importantes proponentes, perdería toda inteligibilidad al margen del disparate mismo de referencia. 

Dicho de otro modo, si todo lo que se busca es recomendar el «buen trato» a los animales, entonces el animalismo tendrá un alcance muy similar al de la operación matar a un cadáver (pues ese principio de «buen trato» nadie lo discute, incluso desde el punto de vista de la racionalidad económica), pero, por el contrario, si lo que los animalistas pretenden es, en efecto, incluir a la totalidad de los ovoides z en una comunidad de iguales en la que ya no podrán, en modo alguno, figurar como «propiedad» y sí, en cambio, a título de «ciudadanos libres e iguales», de «miembros de sociedades políticas extranjeras» o de «residentes permanentes», entonces ese proyecto no podrá desde luego ser calificado de redundante, aunque pueda comenzar a comparecer como un programa de todo punto imposible de ser llevado adelante. 


Artículo elaborado por Leandro Sequeiros, Catedrático de Paleontología, Academia de Ciencias Exactas y Naturales de Zaragoza, co-editor de Tendencias21, Religiones.

FUENTE: www.tendencias21.net