domingo, 17 de diciembre de 2017

EL CEREBRO ESTARÍA CONECTADO CON EL COSMOS

El cerebro estaría conectado con el cosmos a escala cuántica

Este vínculo podría explicar cómo de los procesos cerebrales físicos emerge la consciencia, según una nueva hipótesis

¿Cómo pueden los procesos cerebrales físicos dar lugar a la consciencia, que es inmaterial? En la relación entre la actividad neuronal y la escala cuántica del cosmos podría estar la respuesta, según algunos científicos. Es lo que proponen Dirk K F Meijer y Hans J.H. Geesink, de la Universidad de Groninga, en Holanda, en un artículo publicado en “NeuroQuantology”.



Por Yaiza Martínez
Escritora, periodista, y Directora de Tendencias21.

Era de esperar que los avances del último siglo en física cuántica y la cosmovisión derivada de ellos llevaran a una variación de la definición de “consciencia” y “mente”.

Quizá algún día estos avances ayuden a responder a la inquietante pregunta sobre cómo de los procesos cerebrales (es decir, físicos) puede emerger la consciencia, que es inmaterial.
 
La relación entre la actividad neuronal (la de las células del cerebro) y la escala cuántica (la de las partículas que conforman los átomos) ya fue abordada en los años 90 por los investigadores Roger Penrose y Stuart Hameroff con una sorprendente teoría que, hace poco y a raíz de nuevos hallazgos, ha sido revisada.
 
Se trataba de la hipótesis de la “Reducción Objetiva Orquestada u Orch OR”, que propone que la consciencia se deriva de la actividad de las neuronas a escala cuántica o subatómica, es decir, de procesos cuánticos biológicamente orquestados en los microtúbulos o minúsculas estructuras tubulares situadas dentro de las neuronas del cerebro.
 
Esa actividad cuántica entrañada a un nivel cerebral profundo, además de gobernar la función neuronal y sináptica, conectaría los procesos cerebrales a procesos de autoorganización presentes fuera del cerebro, en la estructura cuántica de la realidad, afirmaban Hameroff y Penrose. Es decir, que nuestro cerebro podría estar conectado a una estructura externa, que de alguna manera sería ‘protoconsciente’. 

El cerebro habla con los campos 

Hace unos meses, la revista NeuroQuantology publicaba un artículo sobre la consciencia desde una perpectiva cuántica, que va incluso más allá de la propuesta de Hameroff y Penrose.

Firmado por los científicos Dirk K F Meijer y Hans J.H. Geesink de la Universidad de Groninga, en Holanda, teoriza que nuestro cerebro, además de ser un órgano de procesamiento ligado a nuestro organismo, con el que intercambia información continuamente, está vinculado al resto del universo a nivel cuántico.

Según Meijer y Geesink, a dicho nivel, nuestro cerebro estaría conectado con campos cósmicos como el de la gravedad, el de la energía oscura, el de la energía punto cero o el de las energías de los campos magnéticos de la Tierra.

Esa conexión se daría a través de mecanismos bien establecidos por la teoría cuántica como el entrelazamiento cuántico (que vincula a partículas entrelazadas más allá del espacio-tiempo) o el efecto túnel cuántico (que se da cuando una partícula cuántica viola los principios de la mecánica clásica, al atravesar una barrera de potencial imposible de atravesar para una partícula clásica).

La idea nos recuerda a la propuesta en 2008 por un estudio, en el que se relacionaba la capacidad de orientación de las aves migratorias con una posible “conexión cuántica” de estas con el campo magnético terrestre; aunque en aquel caso el campo magnético no “conectaba” con el cerebro de las aves, sino con los electrones presentes en los iones más inestables de sus retinas.

Meijer y Geesink proponen que el cerebro podría “comunicarse” con esos tipos diversos de campos gracias a una geometría, la conocida como geometría de toro o toroidal, que básicamente está constituida por espirales circunscritas en una esfera (se puede entender imaginando una rosquilla).
 
Al parecer, el toroide es la forma que tienen los átomos, los fotones y toda unidad mínima constitutiva de la realidad. Pero no solo: Según los investigadores holandeses, nuestro  cerebro se organizaría también siguiendo esta estructura (aquí hemos hablado antes de las geometrías que forma el cerebro en su actividad).
 
Esa coincidencia geométrica es la que permitiría al cerebro acoplarse a los campos que nos rodean, para recibir de ellos información continuamente en forma de ondas. Gracias a esto, en nuestra mente se actualizaría, de manera continua, un espacio de memoria global simétrica al tiempo.
 
Además,  el acoplamiento y ajuste continuos del cerebro a los campos externos, afirman Meijer y Geesink, permitirían guiar la estructura cortical del cerebro hacia una mayor coordinación de la reflexión y de la acción, así como hacia una sincronía en red, que es la necesaria en los estados de consciencia.
 
La mente como campo
 
Pero los investigadores holandeses van más allá de todo esto en sus postulados. También señalan que la consciencia no es exclusiva del cerebro, sino que surgiría en todo el universo a escala invariante, de nuevo a través del acoplamiento anidado toroidal de varias energías de campos.

Quizá esto pudiera relacionarse con el concepto de “protoconsciencia” de Hameroff y Penrose del que hemos hablado antes; e incluso con la idea de la matriz de información universal del paradigma holográfico propuesto por el físico David Bohm en el siglo XX.

Meijer y Geesink llegan a describir la mente como un campo situado alrededor del cerebro (lo llaman campo estructurado holográfico), que recogería información externa al cerebro y la comunicaría a este órgano, a gran velocidad (no en vano hablamos de procesos cuánticos). Los investigadores aventuran que este hecho podría explicar la rapidez con la que el cerebro registra y procesa información del entorno, a nivel consciente e inconsciente.   

Ese campo estructurado holográfico estaría, según ellos, en la cuarta dimensión o espacio-tiempo, aunque tenga efectos en nuestro cerebro tridimensional e incluso en la manera en que percibimos el mundo en tres dimensiones.

Curiosamente, una idea “parecida” proponía hace unos años el antropólogo Roger Bartran, en su obra Antropología del cerebro: la conciencia y los sistemas simbólicos, aunque en aquel caso la parte de consciencia humana “fuera del cerebro” se ubicaba en los sistemas culturales, con los que algunas regiones cerebrales están estrechamente ligadas. 

Implicaciones
 
Para los científicos holandeses, su hipótesis tiene profundas implicaciones filosóficas: Sugiere que existe una “profunda  conexión de la humanidad con el cosmos” que nos obliga a tener “una gran responsabilidad sobre el futuro de nuestro planeta”, escriben en su artículo.
 
Asimismo, su teoría podría conllevar un atisbo de respuesta para la pregunta con la que iniciamos este artículo: ¿Cómo los procesos cerebrales (es decir, físicos) dan lugar a la consciencia, que es inmaterial?
 
Quizá sea que existe un campo mental situado en la cuarta dimensión, allí conectado a otros campos externos mientras, al mismo tiempo, forma parte física de nuestro cerebro. Pero habrá que esperar a que ese campo mental sea una certeza para poder lanzar conclusiones definitivas.

Referencia bibliográfica: 
 
Dirk K.F. Meijer, Hans J.H. Geesink. Consciousness in the Universe is Scale Invariant and Implies an Event Horizon of the Human Brain. NeuroQuantology (2017). DOI: 10.14704/nq.2017.15.3.1079.

FUENTE: www.tendencias21.net

domingo, 8 de diciembre de 2013

Debate abierto: ¿tienen alma y derechos los animales?


Se cumplen 20 años del nacimiento del “Proyecto Gran Simio”

Hace 20 años, un grupo de moralistas, etólogos y hombres de ciencia sacó a la luz la iniciativa conocida como “Proyecto Gran Simio”, e hicieron pública además la “Declaración de los Grandes Simios Antropoideos”. ¿Tienen derechos los animales como los tienen los humanos? Este debate sigue presente en las religiones, y en el debate ético de nuestra sociedad. Por Leandro Sequeiros.




El Proyecto Gran Simio (PGS), fundado en 1993, reclama una extensión del igualitarismo moral para que incluya a todos los grandes simios. Esto incluye a las especies de los chimpancés, los gorilas, los bonobos y los orangutanes. Imagen: Fiver Löcker. Fuente: Flickr.
El Proyecto Gran Simio (PGS), fundado en 1993, reclama una extensión del igualitarismo moral para que incluya a todos los grandes simios. Esto incluye a las especies de los chimpancés, los gorilas, los bonobos y los orangutanes. Imagen: Fiver Löcker. Fuente: Flickr.

La Declaración de los Grandes Simios Antropoideos es un documento de ambiciosas perspectivas que vendría a moverse en claves todavía más contundentes, si cabe, que las propias de la Declaración universal de los derechos del animal que la UNESCO aprobó en 1977, e incluso fue ratificada por la ONU. 

Levantando como estandarte el eslogan «La igualdad más allá de la humanidad», la declaración constituye una intentona de ampliar la «comunidad moral» de los iguales al grupo zoológico de los grandes simios (chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes) del que el Proyecto mismo toma su nombre, y ello al menos como paso intermedio en la búsqueda de la reconciliación total del ser humano con sus hermanos animales. 

La génesis del Proyecto Gran Simio 

En este sentido el Proyecto, a través de su manifiesto, dice ampararse en los fundamentos que a tal fin proporcionan los más recientes desarrollos de ciencias naturales –biología, evolucionismo darwinista, etología, psicología animal, genética– que habrían terminado por arrumbar la concepción tradicional de los animales no humanos y de la distancia que media entre éstos y los hombres tanto en lo tocante a las capacidades intelectuales (resolución de problemas, uso del lenguaje articulado, capacidades éticas, morales y políticas, etc) como en lo que a la vida psíquica y emotiva se refiere (amistad, amor por los cuidadores, decepción, miedo, dolor, padecimientos varios, etc). 

La Declaración sobre los Grandes Simios incide fundamentalmente sobre tres puntos que señalan sendos derechos elementales que el humano despotismo habría venido a hurtar a sus parientes los chimpancés, los orangutanes y los gorilas: 1) el derecho a la vida (salvada la eventualidad de la legítima defensa); 2) la protección de la libertad individual (salvada la condena «en firme» tras el adecuado proceso legal frente al que los miembros de la comunidad de iguales tienen en todo caso, derecho a jurisconsulto y a abogado defensor) y 3) la prohibición de la tortura (cuyo alcance sin duda alguna incluye prácticas tales como la doma, los espectáculos circenses o los experimentos biomédicos dolorosos). 

La incapacidad evidente que lastra a los interesados, imposibilitándoles hacerse cargo de su misma lucha emancipadora, requiere que sea el mismo opresor –o por lo menos grupos conscientes del mismo, la vanguardia pro-simia por así decir, de entre los humanos– quien se erija en campeón de la liberación de los simiescos oprimidos, representando de este modo su causa. 

A este noble objetivo se orientan los esfuerzos del Proyecto Gran Simio cuyos planteamientos, llevados a su límite, podrían ocasionar una auténtica conmoción de repercusiones no difíciles de prever, en las formaciones sociales de nuestros días. Probablemente el vegetarianismo activo sería una de las implicaciones prácticas inexcusables de la Declaración, si es que esta misma se entiende como un primer paso intercalado en un proceso de mayor alcance que tendría que ampliarse también en el futuro –¿dónde poner, si no, los confines de la comunidad de iguales?– a las «bestias de granja», ¿lo sería también la paralización inmediata de la investigación biomédica, tal vez inaceptable por el sufrimiento infringido a la cobayas que esta misma conlleva?, ¿cabría exigir en su caso la sindicación de los nuevos «trabajadores» tales como perros policía, vacas lecheras, bueyes de carga o abejarrucos, quienes seguramente podrían reivindicar un «convenio colectivo», vacaciones pagadas, holgazaneo dominical y también «dignos» subsidios de jubilación para acomodarse una vez llegados a la «edad del merecido descanso»? El profesor Gustavo Bueno y el equipo de filosofía de la Universidad de Oviedo han estudiado estas preguntas. 

Se trata en todo caso de cuestiones abiertas de índole ciertamente mayor –y no ya, como tal vez pudiera parecer, burdas parodias malintencionadas con objeto de ridiculizar las posiciones de referencia– a las que, con todo, los promotores del Proyecto y de la Declaración, no han dado de momento respuesta alguna. 

La igualdad más allá de la humanidad 

El Proyecto Gran Simio: la igualdad más allá de la humanidad es también el título que ha recibido en español el libro donde se contienen las aportaciones textuales de quienes en 1993 firmaron la Declaración de los Grandes Simios. La egregia relación de los autores participantes, a cuya cabeza destacan como coordinadores de la obra el filósofo australiano Peter Singer –después presidente del PGS-Internacional– y la ideóloga italiana Paula Cavalieri (directora de la revista Etica&Animali), incluye personalidades de muy diversa procedencia disciplinar –etólogos, sociobiólogos, filósofos, antropólogos, juristas, &c.–. 

Tal circunstancia quizás sea la central de cara a explicar la correlativa confusión y heterogeneidad detectable en los discursos que se hilvanan en el libro y que ciertamente compadecen a veces muy mal unos con otros: la filosofía espontánea de los etólogos y primatólogos, pongamos por caso (sensibilizados acaso por sus años de contacto con los primates en la selva, pero también urgidos según puede sospecharse por un imperativo profesional –análogo a nuestro juicio al que anima el conservacionismo relativista de los antropólogos respecto de los salvajes– que les insta a evitar que se les acabe el material de investigación) se ve acompañada por posiciones utilitaristas «benthamianas» como las de Peter Singer y sus acólitos, o por la visión «inherentista» que respecto de los animales dice sostener Tomás Regan; el grosero reduccionismo sociobiológico de Ricardo Dawkins o el «darwinismo moral» que defiende James Rachels poco tienen que ver con el prisma formalista de naturaleza analítica al calor del cual los finlandeses Heta y Matti Häyry se acercan a tales cuestiones. 

La polémica sobre los derechos de los animales 

Según se anuncia en el prólogo que encabeza el libro, los autores de las colaboraciones decidieron prescindir de cobrar sus correspondientes honorarios por las mismas a fin de que los beneficios que las ventas produjesen fuesen destinados a la financiación del Proyecto. 

En el propio prólogo se informa del apartado de correos que por entonces venía a fungir de dirección postal oficial del PGS, sita en Collingwood, Melbourne, en el estado australiano de Victoria, que vio crecer precisamente a Peter Singer. Se informa asimismo del número de fax internacional al que los lectores interesados pueden dirigirse si desean patrocinar con su mecenazgo o con su firma el proceso emancipador por el PGS iniciado. 

Sin embargo para 2002, la sede central del PGS Internacional había sido ya trasladada a la ciudad norteamericana de Portland, en Oregón. También en los primeros años del siglo XXI puede constatarse la gran variedad de países en los que el PGS cuenta ya con sus propias filiales: así los Estados Unidos del Norte de América (con sede en Portland, Oregón), Taiwán, Inglaterra (sede en Londres, figura como responsable David Pearson), Australia (sede en Collingwood, Melbourne, Victoria), Canadá (radicada en Vancouver), Japón (responsable: Prudence Foster, Universidad de Okayama, Misasa), Nueva Zelanda, Suecia (en la ciudad de Kivik, Henrik Ahlenius es el nombre del adalid local), Finlandia (bajo la dirección de Mike Garner), Alemania (sita en Hamburgo, figura como responsable Kalvin Karcher) y Benelux (dependiente de la anterior).

También se han dado a extender las semillas de la iniciativa entre los países de tradición católica como lo son España (el presidente del Proyecto Gran Simio España no es otro que Jesús Mosterín, como secretario aparece Paco Cuellar), Argentina (sede en Buenos Aires, dependencia a cargo de Ana María Aboglio) o Brasil (en San Pablo, con Peter Ynterian a la cabeza) y Portugal. No parece en cambio que la iniciativa se haya propagado por el momento a China –aunque sí a la vecina isla de Formosa–, a Rusia ni a ninguna de las naciones de su entorno, pero tampoco entre los países islámicos –no existe, por ahora, ninguna sucursal del PGS en Irán, Irak, Kuwait, Arabia Saudita o Pakistán–. 

A continuación ofrecemos la lista completa, dispuesta en orden alfabético, de los «desinteresados» colaboradores que participaron inicialmente en El Proyecto Gran Simio: la igualdad más allá de la humanidad. Podrá comprobarse la presencia en la misma de nombres que son bien conocidos por todos en gracia a sus labores científicas, filosóficas o periodísticas. 

Douglas Adams, Christoph Anstötz, Marc Bekoff, David Cantor, Mark Carwardine, Paola Cavalieri, Stephen L. R. Clark, Raymond Corbey, Richard Dawkins, Jared Diamond, R. I. M Dunbar, Gary L. Francione, Deborah Fouts, Roger S. Fouts, Jane Goodall, Wendy Gordon, Heta Häyry, Matti Häyry, Dale Jamieson, Adriaan Kortlandt, Colin McGuinn, Harlan B. Miller, Robert W. Mitchell, Toshisada Nishida, Barbara Noske, Francine Patterson, Igmar Persson, James Rachels, Tom Regan, Bernard Rollin, Richard D. Ryder, Steve F. Sapontzis, Peter Singer, Betsy Swart, Geza Teleki, y H. Lyn White Miles. 

Veinte años del Proyecto Gran Simio: el animalismo desde el materialismo filosófico 

Con el sugestivo título Veinte años del Proyecto Gran Simio: el animalismo desde el materialismo filosófico, el profesor Iñigo Ongay impartió en enero de 2013 una conferencia en la Escuela de Filosofía de Oviedo. Llevamos a nuestros lectores algunas de las ideas desarrolladas en ella, que también puede seguirse en el vídeo presentado. 

El conferenciante resaltó que, hace ahora veinte años, en 1993, una pléyade de etólogos, primatólogos, sociobiólogos, juristas, «filósofos morales», especialistas en «ética normativa», antropólogos,etc, presentaban en sociedad la iniciativa conocida como Great Ape Project. 

Esta iniciativa, encabezada por el «eticólogo» australiano Peter Singer y la ideóloga animalista italiana Paola Cavalieri, pretendía, de manera ciertamente muy ambiciosa, extender los principios rectores «éticos» propios de la «comunidad de los iguales» a los grandes simios antropoideos (sean chimpancés comunes –Pan troglodytes–, sean chimpancés bonobos –Pan paniscus– sean asimismo, gorilas –Gorilla gorilla– u orangutanes – Pongo pygmeus–). 

Y ello, tal y como en ocasiones tendían a representarse el propio proyecto algunos de sus representantes más «avanzados» (léase el propio Singer sin duda, pero también T. Regan, Gary Francione o Richard Ryder), a la manera de un «primer paso» en el proceso de la liberación total de los animales no humanos respecto del despotismo de su cainita «hermano» Homo Sapiens Sapiens. 

Desde este punto de vista, - continúa Ongay - y haciendo pie en consignas más o menos terminantes a efectos pragmáticos (por ejemplo vinculados con el marketing editorial) al estilo de «la igualdad más allá de la humanidad», auténtico leitmotiv del propio Proyecto, los proponentes del PGS pudieron rubricar la llamada «Declaración de los Grandes Simios Antropoideos» en la que exigían, como medida inmediata, el reconocimiento a los antropideos de los derechos a la vida, a la libertad y a la protección frente a la tortura. 

Un ensayo polémico 

El Proyecto Gran Simio. La igualdad más allá de la humanidad (The Great Ape Project. Equality beyond Humanity) es también el título del libro, asimismo publicado por Singer y Cavalieri en 1993, donde se recogían las aportaciones de los «abajofirmantes» que ese mismo año presentaban la Declaración. 

El libro pudo conocer sucesivas ediciones y traducciones –por ejemplo al italiano, y también al alemán, aunque no –al menos inmediatamente– al francés, al chino o al árabe, &c.)– en los años consiguientes hasta que, justamente en 1998 –el mismo año en el que el Papa Juan Pablo II reconocía en los animales un «soplo vital» que el ser humano no podía pretender desconocer– la editorial Trotta pudo ofrecer una versión española de la obra preparada por Carlos Martín y Carmen González. 

Una "questio disputata" en filosofía escolástica 

Justamente hace ahora una década, empezábamos nosotros (Ongay) a sacar adelante una reconstrucción filosófica de los fines y del alcance del propio PGS. Una reconstrucción que, para 2007, había cristalizado ya, bajo la forma de una tesis doctoral dirigida por Gustavo Bueno Sánchez y defendida en la facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo. Lo hacíamos así, persuadidos de que la iniciativa encabezada por Singer, Cavalieri y compañía, muy lejos de constituir una suerte de detalle oligofrénico interesante acaso todo lo más a modo de «decimal» de la historia de la filosofía o de las ciencias etológicas, estaría removiendo en realidad una masa de problemas sumamente profusa inextricablemente vinculada a una de las cuestiones más capitales de la propia tradición filosófica académica. A saber: la cuestión de los animales, en sus relaciones con el hombre, cuestión que evidentemente representaría en efecto una verdadera questio disputata cuyo alcance no resultaba nada fácil pretender desconocer. 

“Así, si es verdad que la tradición escolástica, tal y como cristaliza singularmente en la doctrina tomista, habría tendido a resolver muy limpiamente la problemática psicológica (animástica según se decía antes de Rodolfo Goclenius) del «alma de los brutos» mediante el expediente de reconocer a los animales un alma sensitiva muy diferente del «alma racional» espiritual –y por lo mismo positiva y no ya sólo abstractivamente inmaterial– propia de los hombres, y ello en la medida en que las operaciones intelectivas ejecutadas por estos exigirían al parecer, remitirse a un principio sustancial inmaterial (según el consabido principio escolástico: operari sequitir esse), tampoco dejará de ser cierto en todo caso, que a partir del siglo XVI, comenzará a abrirse camino una tradición muy pujante que, amparándose en fundamentos doctrinales de corte más bien agustiniano-nominalistas que aristotélico-tomistas, propenderá a zanjar el «problema del alma de los brutos», mediante el socorrido procedimiento de negar a las bestias cualquier atisbo de alma incluso sensitiva (así Gómez Pereira con su Antoniana Margarita: Bruta sensu carent y ello puesto que, una vez establecida, ad modum parisiensis, la continuidad total entre aprehensión y juicio, nadie podrá atreverse a conceder sensación a los animales so pena de quedar al mismo tiempo forzado a reconocerles intelecto –y por ende un alma racional tan espiritual como la humana–.” 

Los animales serán autómatas sin duda. No será otra la conclusión obtenida por Gómez Pereira o por René Descartes desde un espiritualismo muy cercano a la metafísica franciscana de Occam, sin perjuicio, adviértase, de que en la misma dirección procederán también «materialistas» como Julian Offray de la Metrie, aunque ahora desde unas bases mecanicistas verdaderamente muy groseras, en su obra El hombre máquina. 

En todo caso, lo que de verdad interesa destacar aquí es que los proponentes del PGS, muchos de ellos etólogos de primera fila (no por nada el propio Proyecto era presentado en 1993 como el «encuentro» entre la etología y la ética) parecen recorrer el mismo circuito argumental, aunque sea, bien es cierto, barriendo el argumento ad hominem de Pereira a sensu contrario: si los brutos tuviesen sensación, y dada la conexión entre aprehensión y juicio, resultaría arbitrario negarles el razonamiento, ahora bien, es obvio –y la investigación etológica de nuestros días parece atestiguarlo con la mayor firmeza– que los animales sienten, ergo, no subsistirá en tales condiciones fundamento alguno para rehusar la siguiente conclusión: los animales son sujetos racionales o, al menos, raciomorfos. 

Los argumentos de la etología del siglo XX 

Según el profesor Ongay, “es que, ciertamente, el desarrollo triunfal de la etología a lo largo del siglo XX representa, por su ejercicio, la pulverización más terminante de la tesis del automatismo animal en cuanto esta, sin perjuicio de sus rendimientos en campos como el fisiológico a la manera de uno de sus principios de cierre, resultaría en cambio absolutamente refractario con respecto al ABC de la sabiduría etológica del presente”. 

“Efectivamente, lo que la etología de nuestro presente habría demostrado –y ello de mil maneras distintas, desde la investigación en lenguajes animales por parte de los Gardner, los Fouts, Susan Savage Ruambaugh o David Premack hasta la delimitación de la llamada etología cognitiva de la mano de Donald Griffin, desde la política de los chimpancés de Frans de Waal a los estudios de campo sobre la inteligencia social, incluida la «inteligencia maquiavélica», de los monos vervet o de los babuinos a cargo de Dorothy Cheney y Robert Seyfarth– es muy precisamente esto: los animales no son tanto máquinas, ni tampoco en manera alguna automatismos reactivos en el sentido del behaviorismo watsoniano o puros mecanismos instintuales (como todavía se dice en nuestros días, por caso desde entornos más o menos neotomistas, de forma francamente indocta) cuanto sujetos operatorio cuya racionalidad conductual en modo alguno podrá desconocerse fuera de la metafísica humanista –espiritualista– a la Descartes. Algo sin duda, en lo que muchos de los firmantes del PGS habrían venido insistiendo de una manera particularmente diáfana. Como dice Bernard E. Rollin: «(…) los simios no sólo presentan emociones, personalidad e individualidad. Dan muestras asimismo de razón e inteligencia de una manera que nos induce con fuerza a ofrecerles una consideración moral.»” 

De hecho, el materialismo filosófico recoge ampliamente la lección principal de la etología. Por poner un ejemplo suficientemente significativo, es la propia consideración de la organolepsis animal, en función de los filtros peceptivos de las diferentes especies mendelianas, lo que –según el argumento zoológico contra el idealismo– permite dar cuenta de la conformación zootrópica del mundus adspectabilis (Mi) recortado sobre la materia ontológico general (M), de una manera que desborda a la vez tanto el idealismo (sea el idealismo trascendetal de Kant, sea el idealismo material de Berkeley) como el realismo, esto es, tanto las hipóstasis de la idea de sujeto como la sustantificación de la idea de objeto, en una dirección hiper-realista que tiene en cuenta, frente a los esquemas epistemológicos más usuales, la pluralidad de sujetos y de objetos así como su conjugación mutua. 

Pues bien, en la tesis doctoral de Ongay “nos servíamos del decurso del problema del alma de los brutos como criterio clave en la fasificación de la historia del animalismo. De este modo, las primeras arremetidas críticas frente a la doctrina del automatismo de las bestias de la mano, por caso, de Feijoo, pero también de Voltaire, de Hume o aun de La Mettrie (siguiendo un esquema de metábasis por expansión) habría que hacerlas corresponder –tal nuestro diagnóstico– con el primer despliegue del animalismo en el siglo XVIII y las primeras décadas del XIX (en 1792 tiene lugar la publicación en Londres del libelo anónimo anti-wollstonecraftiano de Thomas Taylor irónicamente titulado Vindication of the rights of brutes), por parte, ante todo de clérigos anglicanos o presbiterianos como Herman Dagett, Humphry Primatt o Arthur Broome (fundador en 1824 de la Society for the Prevention of Cruetly to Animals) o de «cristianos reformados» como George Angell, quien en 1868, fundase la Massachusetts Society for the Prevention of Cruelty to Animals sin perjuicio de que tales reivindicaciones se formulen en función no tanto de los «derechos animales» sino, por ejemplo, de la «compasión» o del «humanistarismo» hacia unas bestias a las que ya no se considerará como máquinas, aunque en todo caso, la «razón» o el «discurso» que se les reconozca en modo alguno será suficiente para conmensurarlas con los hombres”.

Logo del PGS. Fuente: Wikipedia.

El impacto del darwinismo en la interpretación de los primates 

Sin embargo, el desenvolvimiento a toda máquina de la «revolución darwinista», a partir de 1859 (y, sobre todo, tras la publicación del El Origen del Hombre en 1871) ocasionaría la conformación de un segundo despliegue animalista que, al amor de la continuidad filogenética entre los taxones zoológicos, podrá ya recuperar, ahora plenamente en serio (in recto), es decir, sin resto de ironía tayloriana, la temática de los «derechos de los animales». 

Así proceden por ejemplo, figuras como Frances Power Cobbe en Darwinism in Ethics (1872), Edward Byron con su The Right of an Animal. A new Essay in Ethics (1879), Henry Stephen Salt en Animal Rights considered in relation to social progress (1892), o incluso Ludwing Büchner en La vida psíquica de los animales. 

Justamente, en la década de 1960, tras lo que nosotros (Ongay) hemos consignado como el «eclipse de la ética animal» (un eclipse puntualmente coincidente con lo que el historiador británico de la biología Peter J. Bowler ha rotulado como «eclipse del darwinismo», así como con el auge, en el campo de las ciencias de la conducta, de la reflexología pavloviana y del conductismo watsoniano), la temática del animalismo reaparece bajo la forma de un tercer despliegue animalista: en 1971, en el entorno de la Universidad de Oxford (donde, dicho sea de paso, N. Tinbergen venía trabajando desde 1949 a instancias de Alister Hardy), Stanley y Roslind Godlovitch y John Harris darán a la imprenta el libro Animals, Men and Morals, en palabras del psicólogo oxoniense Richard Ryder, «el primer trabajo serio sobre los derechos de los animales desde Los derechos de los animales considerados en relación al progreso social de Henry S. Salt». 

“En 1975 sale a la luz el clásico Animal Liberation, de Peter Singer, que sólo diez años más tarde, en 1985, conocería un primer vertido a la lengua española en la editorial Mexicana A.L.E.C.A. (en 1999 la editorial Trotta, un año después de haber ofrecido a los lectores hispanos la traducción del PGS, decidiría dar a la imprenta una nueva edición del libro de Singer). No creemos que este tercer despliegue pueda disociarse del potente desarrollo de la etología lo largo de las décadas anteriores, un desarrollo que terminaría, adviértase, cobrando plena carta de naturaleza por vía pragmática mediante la concesión en 1973 del Premio Nobel de Fisiología y Medicina a los fundadores de la etología contemporánea. Los años en los que Singer escribe Liberación animal son los años en los que los que se consolidan los estudios sobre el lenguaje de los animales o sobre la cultura de los animales o sobre la cognición animal, pero también, y esto es importante hacerlo notar, los años en los que las reivindicaciones de los «derechos animales» cobran una pujanza renovada: Declaración Universal de los Derechos del Animal en 1977, fundación de los primeros Frentes de Liberación Animal, Proyecto Gran Simio”. 

Y no se tratará ya de meros alegatos éticos más o menos retóricos, fundados en un oscuro «humanismo anglicano», sino de la pretensión de otorgar a los simios, pero también a otros sujetos operatorios no humanos, la condición de «personas», o incluso de «ciudadanos», de «miembros de la comunidad de iguales», pues las antiguas bestias serán ahora vistas como «esclavos» a los que se haría preciso manumitir etc. 

“Nuestro diagnóstico, así las cosas, - prosigue Ongay - era el siguiente. Es verdad que tales pretensiones animalistas, por parte de sus defensores resultan inadmisibles por sus consecuencias pues supondrían, como en muchas ocasiones reconocen los propios animalistas en un ejercicio muy «coherente» del principio fiat iustitia et pereat mundus, la práctica paralización del mundo en marcha según el estado de su desarrollo tecnológico (uso de animales en experimentación biomédica, agricultura y ganadería intensiva, &c.), pero, ello no obstante, los críticos humanistas de planteamientos como estos (gentes como Peter Carruthes o, entre nosotros, Víctor Gómez Pin, Fernando Savater o Adela Cortina) no harían otra cosa que reproducir, en el ejercicio, una doctrina espiritualista muy cercana al automatismo animal pereiriano o cartesiano. 

En realidad, tanto los animalistas como los humanistas, sin perjuicio de su oposición frontal (contraria sunt circa eadem), habrían tendido a desempeñar sus posiciones en base a un espacio antropológico bidimensional, plano, de suerte que, cuando los términos del debate quedan dibujados a la escala propia de ese sistema bimembre de coordenadas antropológicas, los animales comenzarán a figurar confusamente como «personas» –como miembros de la comunidad de iguales– al no poder aparecer ya como «máquinas» o como meros términos impersonales de la naturaleza (esta es, esencialmente, la postura animalista), o, alternativamente, serán considerados, no menos confusamente, como «máquinas» ante la evidencia de que ni aparecen ni pueden aparecer como «personas» (así, según nos parece, razonarían los críticos humanistas de filósofos como Peter Singer o Tom Regan). 

Según Ongay, “los animales no humanos no son máquinas sin duda –y no sería otro el fulcro de verdad del animalismo ético–, pero, sin perjuicio de que no lo sean, ello tampoco quiere decir que puedan considerarse como «personas» a las que sea necesario reconocer «derechos», dado, entre otras cosas, que los propios Homo Sapiens Sapiens tampoco reciben su «condición de personas» por una acumulación de predicados autotéticos, más o menos sutiles o importantes pero puramente metafísicos, sino por razón de predicados alotéticos históricamente establecidos entre los que se cuenta, muy precisamente, sus relaciones de dominio con respecto a los restantes animales (las relaciones, por caso, en virtud de las cuales un conductista encierra en una caja de Skinner a una rata blanca, sin que pueda en modo alguno decirse, salvo por metáfora impropia según el «chiste profesional» que Eyseck interpone en su La rata y el diván, que es la propia rata la que, mediante su conducta operante condiciona al conductista)”. 

El animalismo en los albores del siglo XXI 

En algunos casos, ideólogos animalistas del presente habrían tendido a mantener, en pleno siglo XXI, posiciones que en alguna medida podrían considerarse como deudatarias del «humanitarismo hacia las bestias» característico, para el siglo XIX o incluso de finales del XVII, de personajes como Humphry Primatt, autor de The Duty of Mercy and the Sin of Cruelty to Brute Animals, presumiblemente su disertación doctoral en la Universidad de Aberdeen en 1773, pero también de Arthur Broome, Richard Martin –conocido entre sus contemporáneos como «humanitarian Dick»– o John Harris –apodado el granjero literario–. 

“Figuras todas ellas, las más de las veces por lo demás implicadas en el despegue institucional de asociaciones como la SPCA/RSPCA, muy vinculadas al clero anglicano y que procuraron sacar adelante argumentos basados tanto en la «razón» como en la «revelación» en defensa de la tesis según la cual «la crueldad por parte del hombre hacia las bestias –sin perjuicio de que estas no sean ni puedan ser miembros de pleno derecho de la comunidad de iguales– es pecaminosa pues implica una flagrante dejación de responsabilidades por parte del guardián de la creación». Estos autores habrían abogado por la necesidad de instaurar un «trato humano» que regule las relaciones entre hombres y animales, sin perjuicio de los principios plenamente antrópicos (no anantrópicos) que seguirían en todo caso regulando dichas relaciones. Richard Martin –el famoso humanitarian Dick– llegaría a emprender, por poner un ejemplo de lo que decimos, una campaña en defensa de la «ley contra el maltrato de ganado», instaurada más tarde en el Reino Unido, que, con todo, no comprometería el derecho a la propiedad privada por parte de los granjeros, &c., &c.” 

El Grupo de Oxford 

En nuestros días contamos con figuras tales como Andrew Linzey, uno de los pioneros del «Grupo de Oxford» de los setenta, que ejerce como Reverend Professor de Teología anglicana en la Universidad de Oxford. La tesis principal de Lizney en muchos de sus libros (verbigracia: Animal Rights. A Christian Assesment, 1976; Christianity and the Rights of Animals, 1987; Song of Creation, 1988; Compassion for Animals, Readings and Prayers, 1989; Animal Theology, 1994) puede sonar en este contexto del modo siguiente: puede que la tradición teológica cristiana haya hecho del antropocentrismo uno de sus puntales a la hora de valorar la relación entre el hombre y sus hermanos animales, pero, ello no obstante, siempre será posible encontrar excepciones muy significativas entre santos varones del pasado (de San Ireneo a San Buenaventura, de San Francisco de Asís a Tolstoi) que permiten hablar de un «paradigma de la compasión». 

Según este paradigma el despotismo del hombre hacia las bestias, o aun su indiferencia hacia las mismas, representaría uno de los indicios más pecaminosos de la absoluta degradación espiritual del género humano (un signo, en efecto, de su alienación con respecto a la gracia divina). 

En todo caso, resultaría necesario ver en el sufrimiento cotidiano de los animales –por ejemplo en granjas de estabulación, en laboratorios biomédicos o de fisiología experimental, en mataderos, &c., &c.– el eco más intenso de la cruz de Cristo. Volvernos de espaldas a ese eco sería tanto como profundizar en la situación pecaminosa en la que el hombre se encontraría enfangado en su alienación teológica (una suerte de conversio ad creaturam), mientras que optar por escucharlo –abrazando por ejemplo la dieta vegetariana, o promoviendo como objetivo práctico inmediato los fines que persigue el Proyecto Gran Simio– ayudaría al ser humano, sin duda en su papel de rey –no tirano– de la creación, a reencontrar su verdadera identidad como imagen de Dios. ¿Pues acaso no vela nuestro Padre Celestial por el bienestar de otras especies mendelianas? 

El Instituto de Ética Animal de Oxford 

Pues bien, para 2006, el Reverendo Profesor de Teología anglicana Andrew Lizney pudo fundar un instituto de «investigación» en ética animal dependiente de la Universidad de Oxford, bajo el muy significativo rótulo The Ferrater Mora Oxford Center for Animal Ethics. 

Un Centro que, bajo la dirección del propio Lizney y la subdirección de Claire Lizney (graduada en teología en la Universidad Andrews de Escocia con una disertación sobre Johannes Climacus, Sören Kierkeggard y Karl Bath), y la dirección asociada de Priscilla N. Cohn, promueve el trabajo pionero sobre la «ética animal». 

Una lectura mínimamente morosa de los nombres de sus socios nos depara «sorpresas» como las siguientes: Reverendo profesor Scott Codwell, profesora Susan M. Pigott (que imparte las asignaturas “Escrituras veterotestamentarias” y “Hebreo” en la Escuela Logsdom de teología), Matthew Halteman (profesor de filosofía en el Colegio Calvino de Grand Rapids, Michigan, EUA), Dawne McCance (director del departamento de religión en la Universidad de Manitoba en Canadá), la Reverenda Doctora Cassadra Carkuff (coordinadora nacional de los Ministerios Nacionales de las Iglesias Bautistas de los EUA). 

Para Iñigo Ongay, «El problema de la igualdad humana se amplía convirtiéndose en lo que podría llamarse igualdad “sintiente” cuando se abandona el especieísmo… y se admiten los titulados “derechos de los animales”… en tanto que derechos de todos los seres sintientes. Importantes modificaciones en el concepto de igualdad así como en el de justicia pueden resultar de semejante ampliación, pero es dudoso que ello lleve a la tesis de la desigualdad; más bien refuerza la tesis de la igualdad.» [Vid Andrew Linzey, «Enemies of human beings: Josep Ferrater Mora on blood fiestas», Enharonar 44 (2010), págs. 23-34]. 

Repitamos esto: «mi convicción de que un enemigo de los animales es otro modo de ser un enemigo de los seres humanos, se lo debo a mi razón raciocinante.» Pues bien, ¿qué distancia media, por muy diferentes que sean los parámetros respectivos, entre una pléyade de teólogos anglicanos, baptistas, calvinistas y católicos aggiornatos que, en el nombre de la sola scriptura, ven en la «crueldad hacia los animales» el signo más distintivo del pecado y la pérdida de la gracia y un metafísico integracionista que, en el nombre de su «razón raciocinante» se muestra ciertamente muy «convencido» de la gnosis según la cual los enemigos de los animales son, asimismo, enemigos de los seres humanos? 

Respondemos por nuestra parte: acaso muy escasa. Y ello, al menos en lo atinente a la densidad espiritualista del armonismo –sea creacionista, sea, a su vez, emergentista– que sostiene semejantes sistemas doctrinales. Simplemente, supondremos, la distancia que separa The Book of Common Prayer and Administration of the Sacrament and Other Rites of the Chuch according to the use of the Church of England (1549) y el Ideal de la humanidad para la vida. Con intoducción y comentarios de Julián Sanz del Río (1860).




Segundo despligue del animalismo 

A partir de Darwin, se hace posible la consolidación de un conjunto de premisas animalistas que desbordarán el «humanitarismo» o la «compasión» hacia el sufrimiento de las bestias característicos de los autores más representativos del primer despliegue. 

“El siglo XIX,- prosigue Ongay - en su segunda mitad, conoce el activismo de «literatos» y «reformadores sociales» –no ya ministros de la Church of England– como puedan serlo la kantiana antiviviseccionista Frances Power Cobbe (amiga personal de Charles Darwin y autora, para 1872, de un Darwinism in Morals escrito bajo el influjo de El Origen del hombre), Henry B. Amos y Ernest Bell, fundadores en 1924 de la League for the Prohibition of Cruel Sports, o, muy señaladamente, Henry Stephen Salt, Edward Carpenter, John Galsworthy (Premio Nobel de Literatura en 1932) y Lisle Coulson, antiguos miembros de la RSPCA todos ellos, que llegarán a fundar para 1891 la Humanitarian League con vistas a la promoción de la dieta vegetariana, la prohibición de la caza del zorro. 

Sólo un año más tarde, en 1892, el propio Henry Stephen Salt dará a la imprenta su obra clave, Los derechos de los animales en relación al progreso social, que llegaría a conocer cinco reediciones hasta 1915. Justamente, Salt junto con Carpenter, Galsworthy y compañía llegarían a participar en 1891 en la Conferencia de la Sociedad Vegetariana Internacional celebrada en Londres a la que también asistiría un Gandhi recién llegado al Reino Unido. Se trata de reivindicaciones directas de los «derechos de los animales», vistos ahora, en tanto que taxones zoológicos, en plena continuidad genética con la especie humana. 

En el presente contexto, creemos, asociaciones como PETA (Personas por un Trato Ético a los Animales), fundada en 1980 por los activistas Ingrid Newkirk y Alex Pacheco, bajo la influencia directa del libro de Peter Singer Liberación Animal, han venido centrando sus más importantes dosis de activismo en temas que marcaron la agenda del segundo despliegue del animalismo (anti-viviseccionismo, uso de animales en entretenimiento, industria peletera). 

Sin embargo, es el «vegetarianismo» o incluso, en versiones animalistas todavía más radicales, el «veganismo», la cuestión que sin duda marca la pauta de la mayor parte de los debates actuales, así como multitud de campañas, apologías. 

En efecto, el día de todos los santos de 1944, Donald Watson y Elsie Shrigley, dos miembros de la Sociedad Vegetariana de Leicester, podían reunirse en el Attic Club de Holborn en Londres para fundar una nueva organización que agrupase a aquellos vegetarianos que hubiesen renunciado a alimentarse con cualquier tipo de producto animal. 

Tras barajar diversas alternativas –entre las cuales tiene interés recordar especies tan deliciosas como «benévoro» o «sanivoro»–, y no sin antes romper lazos con la Sociedad Vegetariana, Watson y Shirgley, junto con otros activistas vegetarianos disidentes como Leslie Cross, fundan la Sociedad Vegana que, para 1960, pudo implantarse en los EUA de la mano del fundador de la American Vegan Society, Hom Jay Dinshah, ciudadano de New Jersey de orígenes farsi e indios. Tal y como señalaba con gran precisión el propio Donald Watson en el primer número de la revista Vegan News correspondiente a noviembre de 1944: 

«Vemos con bastante claridad que nuestra civilización presente está construida sobre la base de la explotación de los animales, exactamente igual que las civilizaciones del pasado se construyeron sobre la explotación de los esclavos, y creemos que el destino espiritual del hombre es de tal naturaleza que con el tiempo verá con aborrecimiento la idea de que el ser humano pudo una vez alimentarse con los productos de los cuerpos de los animales.» 

Como dice con rotundidad el jurista norteamericano Gary L. Francione: «En una sociedad saturada de explotación animal, es extremadamente difícil –quizás imposible– no ser al menos indirectamente cómplice de esta explotación como consumidores. Pero sin embargo podemos estar seguros de que si no somos veganos, somos ciertamente explotadores.» 

En esta misma dirección, aunque sus premisas resulten muy diferentes, también Peter Singer y Jim Mason, no sabemos si tras haber sondeado a la Fichte, el «destino espiritual del hombre» a la manera de Donald Watson, sacaron a la luz en 2006 el libro The Ethics of what we Eat. Why our food choices matter. En este alegato dietético, sin perjuicio de considerar otras alternativas (la dieta standard norteamericana así como la dieta del omnívoro consciente) Singer y Mason sacan a la luz las razones que hacen recomendable el seguimiento estricto de la alimentación vegana. No sólo se trataría de una cuestión de compasión animalista (o de preferencia utilitarista por el mayor bien del mayor número de seres sentientes), ya que por muy importante que resulte esta cuestión desde el punto de vista de los propios autores, Singer y Mason invierten muchas páginas en convencer a sus lectores de que la «abstinencia de la carne», por usar la fórmula de Porfirio, es por lo demás más eficiente desde la perspectiva ecológica y sin duda, mucho más sana frente a modelos intensivos de producción de proteínas animales. 

Curiosamente, si movilizamos en este punto la doctrina del Espacio Antropológico tridimensional que maneja el materialismo filosófico, nos parece evidente que habría que concluir que esta serie de «fundamentos», sin perjuicio de su claridad aparente, no resultan fácilmente acumulables entre sí. En efecto: no es exactamente lo mismo defender el «veganismo» por razón de su eficacia de cara al ahorro energético (algo que podría denominarse «veganismo radial»), que tratar de sostener su conveniencia desde un punto de vista médico (un «veganismo circular») o bien en términos ético-animalistas («angulares»). 

En realidad, y aunque pueda parecer paradójico, desde la perspectiva del materialismo filosófico sería obligado concluir que las verdaderas razones éticas –aunque fuesen falsas, esto es, aunque no sean en modo alguno «razones éticas verdaderas»– del «veganismo» tendrían, en todo caso, que cincunscribirse a la escala del mantenimiento en el ser de la invidualidad corpórea canónica (perspectiva médica), mientras que, precisamente, los argumentos llamados «éticos» por los animalistas, en cuanto referidos a sujetos operatorios no canónicos (sin duda no a máquinas o a autómatas mecánicos) en manera alguna podrán ser reconocidos a título de «éticos», sin perjuicio de que pudieran aparecer como «teológicos», religiosos en sentido primario. 

En cuanto a lo que hemos denominado «veganismo radial», creemos que lo primero que resulta imprescindible destacar es la circunstancia de que análisis como los de Singer y Mason adolecen de una ingenuidad metafísica que difícilmente podría ser mayor por cuanto ni siquiera incorporan a sus cálculos «ecológicos» la dialéctica de Estados en competencia mutua por los recursos basales que cada cuerpo político puede pretender apropiarse según su territorio respectivo, &c. 

Personas animales, animales ciudadanos y animales soberanos 

Veinte años después de la presentación en sociedad del Proyecto Gran Simio, el fundamento más socorrido de la mayor parte de propuestas animalistas sigue siendo en nuestros días el materialismo moral segundogenérico (un pathocentrismo, como dice Adela Cortina) al estilo de Jeremy Bentham, que Peter Singer ha venido formulando en obras como Ética Práctica o Liberación Animal. 

Una concepción por cierto, que curiosamente no permitiría sacar adelante, al menos in recto, reivindicación alguna de los «derechos animales», sin perjuicio de que permita, eso sí, atenerse a una modulación muy particular de la idea de igualdad entre animales humanos y no humanos, a saber: el principio de igual consideración de los iguales intereses de todos los sujetos sentientes, esto es, de todos los organismos ovoides de tipo Z a los que quepa considerar, sin zoomorfismo, como dotados de vis intellectiva y vis appetitiva en el bien entendido de que estos mismos, en ningún caso, podrían aparecer como máquinas («bruta sensu carent»). 

El principio de igual consideración de los iguales intereses, interpretado desde esta perspectiva utilitarista, conduce a una suerte de hedonismo ético cuya grosería psicologista ni siquiera permitiría ver en los individuos animales otra cosa que repositorios enteramente reemplazables de cantidades determinadas de dolor o de placer. Por ello, tratando de rehuir semejante psicologismo, otros autores han procedido a acogerse a fundamentos de carácter directamente metafísico como los manejados por la axiología «kantiana» de Tom Regan para la cual los animales serían ante todo «sujetos de una vida dotados de valor inherente», pero también por el «enfoque de las capacidades» de la filósofa «neo-aristotélica» Martha Nussbaum. 

Otro crítico animalista del utilitarismo singeriano como David DeGrazia argumenta, por su parte, apoyándose en las características cognitivas autotéticas de algunas especies animales (delfines, gorilas, chimpancés, &c.) para, desde ellas, proceder a construir una idea de «persona-fronteriza» (otros dirán «quasi-persona») capaz de fundar una ética animal. 

Dado que, en efecto, los animales no podrán en todo caso ser considerados como «cosas» –por ejemplo a título de robots, tal y como señala el propio Francione argumentando contra humanistas cartesianos al estilo de Peter Carruthes o R.G Frey– sólo quedará incorporarlos con pleno derecho a la categoría de «personas». De hecho, consideraciones como esta, han llevado a este ideólogo a emitir una condena terminante de lo que él mismo llama «nuevo bienestarismo» por cuanto tales posiciones –entre las que habría que incluir, muy singularmente, tesis como las de Peter Singer– ni siquiera impugnarían la «propiedad» sobre las personas animales. En su libro Animals as Persons. Essays on the abolition of animal exploitation (dedicado a «los dos hamsters y los veinte perros que me enseñaron el significado de la personalidad».) 

En este contexto, Francione, firmante en 1993 del PGS, ha terminado por desvincularse del Proyecto mismo al concluir que este, precisamente por su insistencia en las habilidades cognitivas de los grandes simios, estaría perpetuando y reforzando una jerarquía especista injustificable. 

No querríamos terminar este ensayo sin traer a colación las contribuciones del filósofo político canadiense Will Kymlicka, quien, en su trabajo firmado de consuno con Sue Donalson, Zoopolis. A Political Theory of Animal Rights (Oxford University Press, Oxford 2011), saca adelante las conclusiones más inequívocas que, efectivamente, parecerían seguirse de la ampliación de la «comunidad de iguales» propuesta por los proponentes del PGS hace ahora veinte años. Y ello no ya en un plano puramente ético, pues la apuesta principal de estos autores consiste en una extensión de la teoría de los derechos de los animales por vía de la teoría de la ciudadanía. 

En particular, lo que Kimlicka y Donaldson estarían sosteniendo ahora es que, mientras que los animales domésticos deberían recibir la consideración de «ciudadanos» de pleno derecho de nuestras sociedades políticas (sociedades que, en consecuencia, empezarán a figurar en calidad de «comunidades mixtas humano-animales»), la fauna salvaje conformará por su parte Estados soberanos propios en sus diferentes biotopos, reconocidos en tal condición soberana por terceras soberanías políticas, y ello según los principios del propio «derecho internacional» que se interpretaría en un sentido armonista muy próximo al del formalismo jurídico. 

En cuanto a los animales «liminales» que viven en nuestras ciudades sin quedar domesticados (es decir, palomas, gaviotas, coyotes o ratas, pero también, suponemos, cucarachas, arañas, moscas, &c.) tendrán que recibir una consideración especial, no sin duda a título de «ciudadanos» –pues es muy dudoso que tales animales puedan siquiera estar interesados en recibir tal calificación– pero tampoco como miembros de cualesquiera comunidad soberana exterior respecto de una tal ciudadanía, sino bajo un estatuto análogo al de los «denizens» de nuestros días (los amish de Pensilvania por poner un ejemplo, o también muchas minorías etno-culturales de inmigrantes). 

Esta consideración implica, según aducen Will Kymlicka y Sue Donaldson, que «su presencia debe ser aceptada como legítima, pero no tenemos el derecho a socializarlos en las prácticas de la ciudadanía, ni tampoco ellos pueden exigir los beneficios completos de la ciudadanía cooperativa.» 

No se trata de negar aquí que este tipo de propuestas, por sus consecuencias calculables, resulten disparatadas (un verdadero caso de locura objetual), con lo que cualquiera podrá extraer por modus tollens conclusiones muy precisas acerca de la falsedad de las premisas de las que parten autores como Kymlicka (premisas por cierto, que son las del PGS), pero lo que en todo caso nos parece que merece la pena enfatizar en este contexto es que el propio proyecto del animalismo, sin perjuicio de la sistemática confusión y oscuridad entre la que se mueven sus más importantes proponentes, perdería toda inteligibilidad al margen del disparate mismo de referencia. 

Dicho de otro modo, si todo lo que se busca es recomendar el «buen trato» a los animales, entonces el animalismo tendrá un alcance muy similar al de la operación matar a un cadáver (pues ese principio de «buen trato» nadie lo discute, incluso desde el punto de vista de la racionalidad económica), pero, por el contrario, si lo que los animalistas pretenden es, en efecto, incluir a la totalidad de los ovoides z en una comunidad de iguales en la que ya no podrán, en modo alguno, figurar como «propiedad» y sí, en cambio, a título de «ciudadanos libres e iguales», de «miembros de sociedades políticas extranjeras» o de «residentes permanentes», entonces ese proyecto no podrá desde luego ser calificado de redundante, aunque pueda comenzar a comparecer como un programa de todo punto imposible de ser llevado adelante. 


Artículo elaborado por Leandro Sequeiros, Catedrático de Paleontología, Academia de Ciencias Exactas y Naturales de Zaragoza, co-editor de Tendencias21, Religiones.

FUENTE: www.tendencias21.net

domingo, 24 de noviembre de 2013

La ciencia y la metafísica nos trasladan a la incertidumbre


La Universidad de Deusto celebra un ciclo sobre modernidad y silencio-de-Dios

La filosofía teísta ha defendido que los resultados de la ciencia respaldaban la filosofía teísta. Por otra parte, el ateísmo ha pretendido también que los resultados de la ciencia permiten explicar el universo sin Dios. ¿Es realmente así? ¿Tienen razón el teísmo o el ateísmo? A lo largo de este curso académico, la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, Bilbao, desarrolla el ciclo “Dios y Religiones en la Era de la Ciencia” que, destinado a todos los profesores de la universidad, planteará y desarrollará estas cuestiones. El ciclo contará con tres sesiones, la primera los días 20-21 de noviembre de 2013, y la segunda y la tercera en los meses de febrero y abril de 2014. Por Javier Monserrat.



La filosofía teísta, por ejemplo la cristiana, durante siglos, ha defendido que los resultados de la ciencia respaldaban con toda certeza la filosofía teísta. Por otra parte, el ateísmo ha pretendido también, y pretende en la actualidad por boca de no pocos de sus defensores, que los resultados de la ciencia no sólo permiten explicar el universo sin Dios, sino que incluso excluyen positivamente su posible existencia. ¿Es realmente así? ¿Tienen razón el teísmo o el ateísmo? 

La evolución de la cultura moderna, en especial la conformación de la “nueva ciencia” en los dos últimos tercios del siglo XX, no favorece el dogmatismo teísta o ateo. La imagen del universo en la ciencia no hace patente su verdad metafísica última, sino que se presenta como un enigma que hace posible a la filosofía quedar abierta a una incertidumbre metafísica. Por ello, como veremos a continuación, la cultura moderna nos instala hoy en una experiencia radical del silencio-de-Dios… 

Para abordar estos temas, a lo largo del curso académico 2013-2014 seré ponente en tres sesiones del Seminario ofrecido por la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, Bilbao, a todos los profesores de la universidad. El título del ciclo es “Dios y Religiones en la Era de la Ciencia” y se desarrollará en tres sesiones, la primera los días 20-21 de noviembre de 2013, y la segunda y la tercera en los meses de febrero y abril de 2014. El título de la primera sesión es “La cultura de la ciencia y la visión moderna del silencio-de-Dios”. 

La segunda sesión, en febrero, estudiará cómo y por qué la experiencia radical del silencio divino es la base argumentativa tanto del ateísmo como del sentido de las religiones. Por último, la tercera sesión, en abril, estudiará la imagen del hombre en la ciencia y en la fe cristiana. Ofrecemos aquí, en este artículo, un comentario a algunos de los perfiles de la temática de esta primera sesión del seminario. Durante muchos siglos hemos vivido en la cultura de la “modernidad dogmática”, bien teísta (que seguía en continuidad con el paradigma greco-romano antiguo en la hermenéutica del cristianismo), bien atea. Sin embargo, la conformación de la cultura como “modernidad crítica” ha impulsado –o mejor, sigue impulsando– al teísmo y ateísmo dogmáticos a convertirse en un nuevo “teísmo y ateísmo críticos”. 

La cultura moderna incluye aspectos muy variados (sociedad, política, arte, literatura, etc.), pero la ciencia y la filosofía derivada han influido de forma decisiva a configurar la idea de una sociedad crítica e ilustrada, tolerante, que se funda en la conciencia de vivir en un universo enigmático que nos instala en la incertidumbre metafísica y en la nueva conciencia radical del verdadero alcance del silencio-de-Dios. La toma de conciencia clara y reflexiva de que Dios está realmente en silencio es único el punto de partida adecuado para entender el teísmo y el ateísmo, tal como son posibles en la cultura moderna que tiene su eje en torno al conocimiento de la ciencia. 

Observamos que, en efecto, hay personas que han comprometido su vida, bien en una metafísica teísta (quienes piensan que Dios es real y existente y viven en consecuencia), bien en una metafísica atea (quienes consideran que Dios no existe y, por ello, obran sin referencia a Dios en sus vidas). Es claro que la religiosidad o no-religiosidad suponen un compromiso vital y un riesgo. Por ello, tanto teístas como ateos, se esfuerzan en poner de su parte a la razón, y, sobre todo, a una parte fundamental de la razón que, en la cultura moderna, es precisamente la ciencia. 

Si la razón y la ciencia avalaran el ateísmo, por ejemplo, el ateo justificaría su ateísmo argumentando que la razón y la ciencia lo imponen inequívocamente. El hombre debería responder a la razón en su comportamiento moral y, en consecuencia, el ateísmo sería una opción inevitable de la que el hombre no sería responsable. Pero, ¿es así en realidad? A nuestro entender, la reconstrucción de la imagen que la ciencia nos ofrece de la realidad no permite imponer inequívocamente ni teísmo ni ateísmo. Tanto uno como otro pueden construir una argumentación científica y filosófica que para teístas y ateos será, respectivamente, la más convincente. 

Pero, en todo caso, el compromiso de la vida con el teísmo o el ateísmo no sólo contará con argumentos científico-filosóficos (que en el fondo nos dejan ante el enigma), sino con la experiencia de la existencia, de la cultura y de la historia en su conjunto. La ciencia es esencial en la cultura moderna, pero es sólo una parte de ella. Esto es evidente ya que no tratamos de reducir la cultura a la ciencia. 

El tránsito de una cultura dogmática a una cultura de la incertidumbre 

¿Qué objetivo pretendemos alcanzar en esta primera sesión del seminario? ¿Qué mensaje queremos comunicar? Podemos formularlo en dos puntos. Primero que todo hombre tiene en su vida una experiencia profunda del silencio-de-Dios: es universal, en todo tiempo y lugar, se configura en la psicología profunda de los individuos más allá de los condicionamientos objetivos de la cultura (quizá teísta en forma dogmática), y sobre todo tiene una dimensión profundamente dramática. 

Segundo que la cultura moderna, en especial por la cultura derivada de la ciencia, ha creado finalmente las condiciones, en los dos últimos tercios del siglo XX al nacer la “nueva ciencia”, para una experiencia moderna del silencio-de-Dios, más profunda y radical. De ello, podríamos extraer una consecuencia muy importante: que sin una conciencia clara de esta experiencia moderna del silencio-de-Dios es imposible entender cómo se plantea en el mundo moderno el problema metafísico, tanto el teísmo y las religiones como el ateísmo y la arreligiosidad. 

Ahora bien, como después indicaremos la vivencia moderna del silencio-de-Dios no sólo advierte su silencio real ante el conocimiento por el enigma del universo (Dios podría no existir), sino que advierte también el silencio-de-Dios ante el drama de la historia. La conciencia del silencio-de-Dios es dramática porque, aunque fundada en el silencio de Dios ente el conocimiento en el enigma del universo es también al mismo tiempo una experiencia de abandono existencial del hombre por el Dios-en-silencio ante el drama de la historia. De ello hablaremos posteriormente. 

a) Teísmo y ateísmo fundamentalistas y dogmáticos 

Durante siglos anteriores (y todavía hoy en sectores de la cultura) se vivió en una cultura de seguridades y certezas. Suponía una forma de entender el conocimiento: hay un fundamento evidente (fundamentalismo) para conocer con toda seguridad y certeza la verdad del universo (dogmatismo, hay conocimientos que pueden establecerse como absolutamente ciertos, o como “dogmas”). 

Para esta cultura dogmática existía, por tanto, ante la razón humana, una patencia-de-la-Verdad en el universo. La modernidad (desde el siglo XVI-XVII) vivió en esta cultura dogmática, bien en el dogmatismo teísta, bien en el dogmatismo ateo. 

El dogmatismo teísta en la Europa de la modernidad pervivió en la forma de la hermenéutica greco-romana del cristianismo. Dios era patente en el universo y esto llevaba inevitablemente a que el único sentido “humano” de la existencia fuera el teocentrismo (Dios es la referencia inevitable de la vida), llevaba al consecuente religiocentrismo y a la traducción socio-política de esta manera de ver en el teocratismo. 

El ateísmo en la modernidad dogmática se construía sobre el dogma de que la razón imponía la patencia de la no-existencia de Dios como fundamento del universo. Por ello, el ateísmo enlazó existencialmente con las formas modernas de arreligiosidad y con el impulso a construir una cultura arreligiosa y una sociedad no fundada en Dios. 

Esta cultura dogmática implicaba una cierta manera de enfrentarse a lo que aquí llamamos el silencio Divino. Todos los hombres inevitablemente advertían el hecho incuestionable de que a Dios “no lo vemos”, está oculto, y que parece tenernos abandonados al drama de nuestra existencia en la historia. Pero el teísmo dogmático sabía con certeza que Dios existía y, por tanto, soportaba su silencio y postulaba que debía de tener una explicación. 

Pero en ningún caso ponía en cuestión la existencia de Dios porque esta quedaba racionalmente patente a la razón por la naturaleza del universo. Para el ateísmo, en cambio, el silencio-de-Dios era una cuestión que no tenía sentido: simplemente porque se tenía la certeza absoluta, dogmática, de que Dios-no-existía. No es que “estuviera en silencio”, sino simplemente que “no existía” (y por ello no se lo veía y estaba en absoluto ausente del mundo). Como veremos más adelante, en la “modernidad crítica” aparece una forma nueva, más profunda y radical, de considerar el factum del silencio-de-Dios. 

b) El drama del silencio-de-Dios: Silencio/Ausencia ante Llamada/Presencia 

La configuración de la cultura de la incertidumbre en la modernidad crítica, sin embargo, hace posible que no pueda excluirse por la razón natural que Dios, en efecto, no existiera. El mundo natural ofrece argumentos que hacen verosímil que Dios pudiera existir y ser el fundamento del Ser del universo. Pero estos argumentos no se imponen y, en último término, es también argumentable la hipótesis verosímil de un puro mundo sin Dios. 

Dios podría no existir. Por ello, el hombre moderno vive en la contradicción de que la razón, por una parte, le muestra un universo en que Dios podría existir y, por ello, parecería llamarle a creer en su existencia, pero que, por otra parte, la razón le muestra también un universo que podría entenderse sin Dios y en el que Dios estaría en silencio ante el hombre. Es la contradicción natural entre una cierta Presencia/Llamada y una cierta Ausencia/Silencio de Dios. 

Pero para la fe cristiana esta contradicción natural es tanto más hiriente y desconcertante por cuanto el cristianismo entiende que todo hombre está sobre-naturalmente afectado por una presencia y una llamada interior, mística, sobre-natural (porque no puede ser fijada, detectada y descrita como un elemento natural objetivo, es decir, como algo que forma parte de la naturaleza humana como tal). 

Por ello, para el cristianismo el hombre siente la llamada interior de Dios, la misteriosa Presencia/Llamada, pero cuando va a la naturaleza para hallar esta presencia choca con el desengaño de constatar su Ausencia/Silencio. El hombre se siente llamado y abandonado al mismo tiempo y, por ello, en relación a lo religioso, se despiertan en él sentimientos y emociones profundas, angustiosas y contradictorias, que convierten su existencia en un drama. 

La imagen del universo en la ciencia y en la filosofía, 
fundamento de la cultura moderna de la incertidumbre 

La ciencia y la filosofía en el tiempo de la modernidad dogmática avalaban bien un teísmo dogmático (según la interpretación del teísmo antiguo que provenía del mundo greco-romano), bien un ateísmo dogmático que fue creándose desde el siglo XVII. Sin embargo, frente a esta cultura dogmática la imagen de la ciencia y su proyección sobre la filosofía en la modernidad crítica no avalan el dogmatismo sino la consideración del enigma del universo que impone una incertidumbre metafísica sobre la Verdad última de la realidad del universo. 

La ciencia fundamenta que la filosofía quede abierta a una ambivalencia metafísica última del universo. A) Un universo real fundado en el Ser de una Divinidad Absoluta sería una hipótesis verosímil argumentable para la razón científico-filosófica. B) Pero la autosuficiencia de un universo real puramente mundano, sin Dios, sería también, al mismo tiempo, una hipótesis verosímil argumentable para la razón científico-filosófica. 

Ahora bien, decimos que esta, digamos, ambivalencia metafísica del universo ha sido avalada por los resultados de la “nueva ciencia”, la de los últimos dos tercios del siglo XX. Por tanto, ¿qué avala rechazar el dogmatismo científico-filosófico antiguo para entrar en una nueva visión del universo como enigma que nos instala en una incertidumbre metafísica? Podemos decir que este rechazo, o tránsito desde el dogmatismo al criticismo, está avalado por dos tipos de argumentos. 

a) Es argumentable por la lógica misma de la historia de las ideas. En las últimas décadas se ha producido una transformación de las teorías epistemológicas que tienden al criticismo y abandonan el dogmatismo fundamentalista del positivismo puro y del racionalismo; ha aparecido la cultura de la post-modernidad, o de la modernidad crítica, que abandona también el dogmatismo antiguo no sólo en lo socio-político sino en el conocimiento del universo; todo ello ha propiciado la expansión creciente de los valores de una cultura crítica e ilustrada frente al dogmatismo antiguo. 

b) Pero es argumentable, además, al considerar en sí mismos los resultados de la ciencia actual, en los dos últimos tercios del siglo XX, y al considerar también la filosofía o metafísica a que dan lugar. Existen tres vías de argumentación cruciales en que los resultados de la ciencia se proyectan hoy sobre la filosofía y la metafísica: a) el problema de la consistencia y estabilidad del universo; b) el problema de la producción de orden en la evolución del universo; c) el problema de la emergencia evolutiva de la sensibilidad-conciencia. 

Por consiguiente, entrando ya en lo concreto, ¿cuál es la imagen de la materia, del universo, de la vida y del hombre? ¿A qué reflexión filosófica conduce en relación con las últimas preguntas metafísicas, sobre la existencia o la no existencia de Dios? Es claro que la ciencia produce muchos resultados que no tienen relevancia en orden a las grandes cuestiones metafísicas (por ejemplo, la investigación bioquímica sobre drogas anticancerígenas no tiene relevancia filosófica). 

En realidad, en mi opinión, los tres grandes campos-de-problemas que surgen en la ciencia y que deben ser razonados por la filosofía en orden al problema metafísico son los tres ya mencionados: a) el problema de la consistencia y estabilidad absoluta del universo; b) el problema de las causas que han producido el orden físico y biológico dentro de la evolución del universo; c) el problema de la explicación de la naturaleza y el origen de la sensibilidad-conciencia dentro del universo, es decir, la explicación del sorprendente hecho de que en el universo hayan emergido por evolución seres vivos con sensibilidad y conciencia, y con las propiedades y facultades del psiquismo animal y humano. 

Sin duda, se trata de cuestiones difíciles y complicadas que, para entenderlas correctamente, deben ser estudiadas atendiendo a mucha información científica y filosófica. Pero, ¿es posible presentar estos problemas en términos sencillos, de tal manera que se entienda fácilmente su verdadera dimensión y su sentido en orden al conocimiento filosófico último? Creemos que si, en efecto, aunque cualquier exposición siempre implique una cierta dificultad en la comprensión de los problemas, que se deriva inevitablemente de la profundidad de los temas tratados.

El hecho del que partimos es obvio para todos: la existencia del universo que nos contiene y nos ha producido (dicho de forma más filosófica, la existencia del sistema objetivo de la realidad-en-su-conjunto). Este universo se presenta de hecho como una estructura dinámica: o sea, como un conjunto de elementos relacionados entre sí formando una unidad interdependiente que evoluciona en el tiempo. Es, pues, real y existente como estructura dinámica: partículas, energía, vibraciones ondulatorias, luz, átomos, campos físicos, moléculas, materia, cuerpos celestes, estrellas, planetas, galaxias, etc., todo ello relacionado en el sistema global interdependiente que nombramos como universo o cosmos. 

La experiencia nos impone, pues, el hecho de la existencia del universo. De ahí surge una inferencia racional básica: si el universo está ahí, es real y existente, es porque “puede estar”. Es decir, porque debe tener todo aquello que le permite ser real. De principio, por tanto, la razón postula que el universo debe ser suficiente o autosuficiente: esto quiere decir simplemente que debe poseer aquellas propiedades y contenidos que le permiten mantenerse en el tiempo sin deshacerse. 

Se habla entonces de su consistencia y estabilidad en sí mismo (teniendo en cuenta que algo estable puede ser dinámico), de forma absoluta en el sentido de que su suficiencia debe estar en un ámbito de realidad que ya no necesita referirse a algo exterior para justificar su propia realidad (esto es lo que suele entenderse en filosofía por ab-solutum, liberado de dependencias externas para dar razón de su propia realidad). 

Orientada por esta inferencia básica (una intuición que todos tenemos y que se explica en epistemología, dando origen al conocimiento), la razón observa el universo para conocer cómo está formado de hecho y entender cómo, en efecto, es suficiente o autosuficiente. Esto es lo que ha hecho la ciencia con un método que consiste en describir los hechos y sacar consecuencias racionales por medio del análisis y síntesis de estructuras (el universo es real y existente como estructura). 

Todo lo que la ciencia puede decir del universo se funda, pues, en las evidencias empíricas y en los hechos: a partir de ahí concibe cómo se relacionan en estructuras reales (vg. el complejo sistema o estructura de una célula viviente, o del universo en su conjunto). Por tanto, ¿a qué imagen científica de la naturaleza del universo se ha llegado por la razón humana y por la ciencia? ¿Ha sido posible entender lo que la razón postula de principio, a saber, la autosuficiencia absoluta del universo? 

En un primer momento la ciencia ha querido trazar aquella imagen de la materia y del universo que puede argumentarse a partir de las evidencias empíricas (es decir, que hay evidencias firmes de que tales o cuáles cosas o estados físicos se produjeron en el pasado o se producirán en el futuro). 

Esta imagen científica (argumentada con rigor desde las evidencias constatables por diversos métodos) es lo que se llama, por una parte, el modelo estándar de partículas (sobre la materia o mundo microfísico) y, por otra, el modelo cosmológico estándar (sobre la cosmología o mundo macrofísico). 

a) El modelo estándar de partículas y del cosmos 

Se ha comenzado a conocer, ya desde la altura del año 1925, que la materia germinal del universo responde a ciertas propiedades extrañas que se describen en la llamada mecánica cuántica. Nos dice que la materia puede presentarse como corpúsculo y como vibración ondulatoria. El modelo estándar explica cómo la materia cuántica, al producir partículas de una cierta forma de vibración, causó la aparición del mundo objetivo que vemos por nuestros sentidos, hecho de objetos firmes y estables, diferenciados, separados unos de otros en el espacio y en el tiempo (planetas, seres vivos, distancias, etc.). 

Este mundo de experiencia humana es el mundo que describió la mecánica clásica de Newton (pero las interacciones entre los objetos clásicos no responden a las propiedades de la materia germinal cuántica que, no obstante, los constituye internamente). La ciencia nos dice que el universo está hecho, pues, de materia (clásica y cuántica). ¿Cómo ha evolucionado en el curso del tiempo? Es decir, ¿qué estados ha atravesado el universo en el pasado y qué estados deberá todavía transitar en el futuro? También ahora, al igual que al hablar de la materia, no se trata de especular sino de argumentar el pasado y el futuro en función estricta de las evidencias empíricas. 

Aquí es donde comienza la cosmología científica. Argumentando a partir de las evidencias empíricas del presente, ¿qué puede pensarse de los estados que fue atravesando el universo en el pasado? Esta retrotracción hacia el pasado termina en la postulación de un estado primordial, el big bang, en que se produce una inmensa fuente de energía que fue transformándose primero en materia germinal y dando origen después a los cuerpos celestes, ya como materia organizada en cuerpos estables o materia clásica. Todo concuerda en apoyar que así sucedió en realidad. 

Esta energía germinal y la materia naciente tenían unas propiedades y leyes que la ciencia ha descrito: pero la ciencia no tiene razones para afirmar por qué son tal como de hecho son. Podrían haber sido distintas. Pero el hecho es que las propiedades de la materia (que podían haber sido otras) son las que han hecho posible el nacimiento de la vida y del hombre. 

Por eso se dice que el universo es antrópico: con las propiedades precisas que hacen posible la aparición de la vida y del hombre en la evolución. Un universo con otros valores en sus variables no hubiera podido producir la vida y el hombre. Piénsese que esta naturaleza antrópica del universo es tan evidente que no es negada ni por Richard Dawkins, ni por Stephen Hawking, ni por Penrose, ni por Martin Rees, entre otros muchos. 

Ahora bien, ¿qué pasará con el universo en el futuro? También en función de las evidencias del estado actual del universo, la ciencia hace conjeturas sobre lo que pasará en el futuro. Y, en el estado actual de la ciencia, todo mueve a pensar que la hipótesis más probable es que el universo vaya evolucionando hasta perder toda su energía y desaparecer. 

Puesto que para la ciencia la energía ni se crea ni se destruye, cabe suponer que la energía inicial del big bang habría nacido de un fondo o mar de energía en que poco a poco, al final, quedaría reabsorbida toda la energía que se desplegó en la historia del universo. (No parece que el universo tenga suficiente masa gravitatoria para frenar la expansión actual y entrar en una fase de concentración hasta un big cranch que produjera otro big bang en una historia oscilante del universo, siendo por ello la hipótesis de la muerte energética la más probable para el modelo cosmológico estándar). 

No se puede decir más del universo en función de las evidencias empíricas. Pero esta imagen construida por la ciencia es insuficiente para entender lo que la razón postula de principio: a saber, que el universo debería ser suficiente o autosuficiente para mantenerse de forma consistente y estable a lo largo del tiempo, sin deshacerse.

Por ello es extraña la existencia de un universo que tiene su origen real en el big bang y que se deshará en el futuro por una muerte energética. Sin embargo, la ciencia no tiene fundamentos empíricos para establecer hipótesis argumentadas sobre lo que había antes del big bang y lo que habrá después de su muerte energética. En el fondo es lo mismo: el enigma de ese mar de energía del que nace y en el que se reabsorbe el universo. De ese mar de energía puede afirmarse científicamente, eso sí, todo aquello que debe poseer para hacer posible la génesis de energía y su reabsorción final. Pero, aparte de esto, no es posible decir más cosas que tengan fundamento empírico. 

Es posible especular científicamente (como seguidamente veremos), pero sólo como pura teoría que, en el fondo, no tenemos pruebas empíricas de que se corresponda con la realidad. Las puras teorías son legítimas y tienen cabida en la ciencia, siempre que sean lógicas, consistentes en sí mismas y no contradigan la experiencia, aunque no podamos saber si se corresponden con la realidad (por no tener un aval empírico). Pero, además, existe otro tipo de especulación posible: es la especulación filosófica (aunque fundada en la ciencia). Como veremos, tanto el teísmo como el ateísmo son una especulación filosófica posible a partir de los resultados empíricos y teóricos de la ciencia. 

b) Modelos especulativos de la materia y del universo 

Por ello, se entra en un segundo momento en que predomina la especulación, bien sea científica (la pura teoría especulativa) o la filosófica. 

La especulación científica ha buscado concebir alguna explicación que permita entender el universo (o el sistema de la realidad-en-su-conjunto) como una realidad autosuficiente, consistente y estable en el tiempo para mantenerse en sí misma. A esta especulación han contribuido dos teorías: la teoría de cuerdas o supercuerdas y la teoría de multiuniversos. La especulación sobre multiversos supone que ese mar de energía (del que brota y en el que se diluye finalmente nuestro universo) podría entenderse como una metarrealidad o dimensión transcendente de realidad que estaría produciendo continuamente diferentes universos que serían reales en paralelo. 

Cada uno tendría comienzo como un big bang y, por azar, su tipo de materia y sus leyes responderían a alguna de las formas de materia previstas por la teoría de cuerdas. Nuestro universo sería uno más de entre esa infinitud de universos que nacerían y morirían y, por azar, no sería ya extraño que nuestro universo tuviera el conjunto de propiedades que hacen posible la vida y el hombre. No sería extraño que, por azar, se hubiera producido un universo antrópico, como de hecho es el nuestro (ver lo que antes decíamos sobre el universo antrópico). 

Por tanto, estas dos teorías, supercuerdas y multiversos, son sólo especulativas, pura teoría, sin fundamento empírico, pero son lógicamente posibles; algunos autores indican que incluso, por su propia naturaleza física, nunca podrían llegar a tener el respaldo de evidencias empíricas. En realidad son teorías muy discutidas y les crecen las alternativas por todas partes (por ejemplo Leo Smolin o Roger Penrose frente a la teoría de cuerdas). La mayor parte de los científicos, que con prudencia sólo quieren hacer ciencia y no especulación teórica o filosófica, se limitan a decir lo que puede decirse dentro de lo que hemos llamado antes el modelo estándar de partículas y el modelo cosmológico estándar, sin adentrarse pues en el campo de la especulación, ni científica ni filosófica. 

La especulación filosófica se construye a partir de los modelos estándar y de las especulaciones teóricas posibles. Pero argumentar el teísmo o el ateísmo supone siempre necesariamente moverse dentro de la especulación filosófica. En la ciencia se preparan conocimientos previos, pero la metafísica es filosófica. Esto es inevitable. La ciencia como tal no impone una metafísica “científica”, ya que toda metafísica, aunque fundada en la ciencia, es siempre “filosófica”, tanto la teísta como la atea. 

El ateísmo argumentado científico-filosóficamente debe conseguir ofrecer una explicación bien construida de la autosuficiencia del universo. Para ello tiene en la actualidad dos vías posibles: argumentar un universo oscilante de expansión-concentración eterna (Hawking lo defendió hace años y en 2010 Roger Penrose ha ofrecido una nueva versión en la forma de multiversos que nacen unos de otros) o argumentar la existencia de multiversos que se producirían en una dimensión de metarrealidad (Stephen Hawking ha publicado también en 2010 su teoría de multiversos, abandonando al parecer su primera teoría oscilante). 

Hoy en día, la mayoría de los científicos/filósofos ateos y con militancia atea se inclinan más bien por la teoría de multiuniversos, aunque sea discutida y puedan ponérsele muchas objeciones. Un defensor (Stegmark) de los multiversos ha promovido incluso la pintoresca opinión de que, aunque no haya evidencias empíricas, debemos pensar que es real y existente todo aquello que nuestra razón puede construir lógicamente (esta era la tesis del racionalismo clásico del XVIII). Por tanto, si los multiversos están bien construidos como pura teoría (matemática y física) debemos postular su existencia. La especulación filosófica se proyectaría entonces hacia lo metafísico y argumentaria que un universo autosuficiente de esta naturaleza explicaría perfectamente su propia existencia y haría innecesaria la referencia a Dios. 

El teísmo funda su argumentación en dos pilares: a) la inferencia racional de que si algo existe (el universo) debe estar fundado en una suficiencia absoluta; y b) el hecho de que la forma de ser del universo real que podemos describir tiene unas propiedades que hacen muy difícil entenderlo como una estructura a la que pueda atribuírsele la autosuficiencia absoluta que debería postularse. En otras palabras: el universo aparece como insuficiente, tal como está hecho, para dar razón de una existencia eterna, consistente y estable. ¿Qué explicación cabe dar a un universo que surge en el big bang y se diluye energéticamente en el curso del tiempo? El ateísmo argumenta que el mar de energía podría ser entendido como una metarrealidad que produce infinitos universos; es una especulación. El teísmo argumenta que es posible pensar que esa metarrealidad podría ser entendida como un Ser Divino que funda la suficiencia absoluta (divina) del universo, lo crea y lo diseña con su Inteligencia; también es una especulación. 

Para el teísmo, por tanto, el universo real no es autosuficiente, pero tiene su suficiencia fundada en la autosuficiencia de la Divinidad. El tesísmo formula entonces una idea de cómo debería ser esa realidad divina para poder fundar la suficiencia del universo. Para el teísmo poner en Dios el fundamento suficiente y necesario del Ser sería una solución posible y más fácil. Para los autores teístas la idea de un universo oscilante o de la existencia de infinitos universos es muy oscura y discutida: no tiene la fuerza requerida para imponerse con claridad, aunque sean hipótesis defendibles lógicamente. La solución más fácil y mejor construida, a la que libre y legítimamente se inclina el teísmo, es referir la existencia del universo a Dios. 

Además, el teísmo no excluye totalmente que Dios incluso hubiera podido crear el universo por medio de los multiversos, o hubiera podido crear de tal manera que fuera posible, al menos, concebir correctamente, desde dentro de nuestro universo, la hipótesis de multiuniversos. El cristianismo, tal como hoy muchos teólogos lo entienden, no pretende decir que Dios ha creado un mundo para imponerse racionalmente al hombre con toda evidencia. 

Al contrario, Dios ha debido crear el universo de tal manera –como entendemos en la modernidad– que el hombre pueda rechazar en el uso de su libertad el reconocimiento de su existencia para vivir al margen de Dios. Un universo, creado por multiversos o que, al menos, permite concebir su posibilidad, podría traslucir la estrategia divina de crear un universo que pueda ser entendido sin Dios. 

Conclusión. Es claro que el ateo, movido por impulsos emocionales a negar la existencia de Dios, se inclinará científico-filosóficamente por su hipótesis atea. Lo mismo le pasa al teísta, movido sin duda emocionalmente por su conexión con la presencia de Dios en la historia de las religiones. No se trata de discutir quién tiene razón, cuestión racionalmente insoluble por cierto. El hecho es que estas dos hipótesis se muestran socialmente y su presencia es inequívoca. Por tanto, este hecho avala la constatación de que el universo es enigmático y que da pie a la incertidumbre metafísica que todos deben personal y libremente resolver. 

Las causas del orden físico y biológico 

Dejando aparte la explicación científico-filosófica de la existencia misma del universo, su suficiencia o autosuficiencia, el hecho es que ese universo existe y a través del proceso evolutivo ha producido un orden altamente cualitativo, en lo puramente físico y en lo biológico. Es propio de la ciencia preguntarse por las causas reales que han producido la aparición de este orden: no hay duda de que el orden está ahí y de que se habrá producido por ciertas causas que la ciencia debe conocer. Pues bien, la deliberación científico-filosófica sobre ellas ha sido otro de los campos problemáticos relevantes en que la ciencia se ha proyectado sobre las grandes cuestiones metafísicas. Con mucha mayor brevedad, digamos ahora algo sobre ello. 

Para el ateísmo es esencial defender que el orden cósmico se ha producido por la naturaleza misma de la materia surgida del big bang. Sus propiedades y sus leyes son las que han causado la forma de organización y el aumento evolutivo de la complejidad que han derivado al orden físico y al orden biológico. Para poner un ejemplo, podemos recordar a Richard Dawkins. Para dar razón de que nuestro universo haya surgido de una materia con las leyes apropiadas para que aparezcan el orden físico y biológico recurre a los multiversos (que presenta como una especie de darwinismo cósmico en el que, por azar, la materia de nuestro universo ha resultado con sus sorprendentes propiedades antrópicas). 

Notemos que casi ningún ateo niega hoy en día el hecho de las propiedades antrópicas, ya que forman parte del modelo cosmológico estándar; Dawkins también lo admite, como antes dijimos. Pero, además, las leyes de esta materia y los lentos procesos de ensayo y error, entendidos en el marco de referencia de una teoría darwinista general, explican que sistemas altamente complejos hayan podido surgir como una combinación entre azar, necesidad y utilidad adaptativa al medio. Existe, pues, en el ateísmo una explicación autosuficiente del orden producido evolutivamente dentro del universo. 

El teísmo, por su parte, tal como hoy es entendido, admite que la ontología de la materia (es decir, el modo de ser real de la materia, sus propiedades y sus leyes) haya sido la causa del orden producido en la evolución. Incluso los procesos y estados de mayor complejidad constatados (como los procesos embriogenéticos del orden de la formación del globo ocular) pueden explicarse dentro de un proceso autónomo de la naturaleza. 

Dios ha creado una naturaleza autónoma en el sentido de que, funcionando según sus propias leyes creadas, puede producir todos los procesos y estados internos que aparecen evolutivamente, incluso los más complejos, sin necesidad de una intervención puntual de Dios como un Deus ex maquina o un Dios-tapa-agujeros (ya la antigua escolástica decía que Dios no obra a través de las causas segundas, es decir, interviniendo en las interacciones naturaleza de este mundo autónomo). El mundo, desde el soporte del concurso divino, funciona autónomamente. En la teología cristiana actual no se admite lo que se ha llamado el Intelligent Design promovido sobre todo por el fundamentalismo protestante americano. 

Por ello, el hombre, desde el interior del mundo, puede entender la autonomía del proceso evolutivo natural sin Dios. Podría decirse que es comprensible que Dios haya creado un mundo autónomo porque Dios no quiere imponerse absolutamente a la razón humana, sino crear un universo enigmático que permita con más fuerza la libertad humana para decidir el sentido de la vida dentro de la incertidumbre. 

Sin embargo, aun reconociendo esta autonomía, el teísmo es libre para valorar que la enorme complejidad del universo y su orientación a medida de la génesis de un escenario antrópico (orientado al hombre) permite establecer la hipótesis de que todo el universo y su escenario antrópico respondan al diseño racional de la Inteligencia Ordenadora de un Ser Divino. La complejidad racional de las propiedades emergentes de la materia (antrópicas) en cuanto deben producir la enorme complejidad evolutiva que hará posible al hombre en ese proceso, que como decíamos es autónomo, permiten la hipótesis de un Diseño Global de la racionalidad profunda del universo, que aúna la autonomía con la finalidad en último término antrópica. 

La posibilidad de la hipótesis ateísta no se niega, pero postular una Inteligencia Ordenadora es también una buena hipótesis, viable tanto más por ser congruente con la posibilidad de que la suficiencia del mismo universo se fundara en la existencia de una Divinidad creadora. Nada impide, en efecto, que esta hipótesis sea formulable, argumentable y admisible, ya que el teísmo y el ateísmo responden a la libertad valorativa humana, abierta dentro del enigma de la incertidumbre metafísica del universo. 

El problema de la emergencia de la sensibilidad y de la conciencia 

Es un hecho empírico –incuestionable para la ciencia puesto que ésta debe explicar todo lo que ha sido producido dentro de la evolución del universo– que la sensibilidad (capacidad de sentir, presente ya probablemente en animales unicelulares) y la conciencia (sensibilidad integrada y referida a un sujeto psíquico que impulsa las acciones de respuesta al medio, tal como aparece en animales superiores) han emergido, forman parte constitutiva de los seres vivos y son un elemento necesario para entender lo que objetivamente es el mundo biológico. 

La manera de entender qué son los seres vivos, qué papel juegan en ellos la sensibilidad y la conciencia, cómo su forma de ser biológica específica se relaciona con el mundo físico del que surge, ha sido también un aspecto de la idea científica del universo que ha tenido una repercusión relevante sobre la metafísica; o sea, sobre la forma en que los resultados de la ciencia, sometidos a la reflexión de la filosofía, se proyectan sobre la idea metafísica última del universo. 

El problema de la sensibilidad-conciencia ha sido, por tanto, el tercer campo problemático que, a mi entender, se proyecta sobre la metafísica. Así ha sido en la historia de la filosofía y de la filosofía de la ciencia, y así sigue siendo en la actualidad. 

Como decíamos, no cabe duda de que la imagen que la ciencia debe ofrecernos del universo, de la materia, de la vida y del hombre, debe hacer inteligible que en el proceso evolutivo se haya producido la emergencia de la sensibilidad y de la conciencia. 

Hacer inteligible significa que la ciencia debe conocer las causas que, dentro de la unidad del proceso evolutivo, han hecho posible la emergencia de la sensibilidad. Ahora bien, puesto que el origen del mundo biológico, en el que aparece la sensibilidad, es el mundo físico (en el universo durante muchos miles de millones de años sólo hubo realidad física y de ella surgió la realidad biológica y psíquica en un determinado momento), cabe pensar que el mundo físico tiene una constitución ontológica tal que haga posible la emergencia de la sensibilidad-conciencia. 

La pregunta es, pues, en un ámbito estrictamente científico: ¿cuál es entonces el soporte físico, o sea, la ontología o manera de ser real de la materia, que haga posible e inteligible la emergencia del mundo de la sensibilidad-conciencia tal como de hecho lo advertimos en nuestra experiencia fenomenológica?

a) La explicación mecanoclásica 

Es sabido que durante muchos años, siglos, la explicación científica del mundo físico se hizo exclusivamente en el marco de la llamada mecánica clásica de Newton. El universo era un sistema de entidades diferenciadas, situadas en un espacio-tiempo de forma precisa, con distancias métricas entre ellas y sometidas a un conjunto de interacciones por las fuerzas naturales conocidas (que actualmente son las gravitatorias, electromagnéticas, nuclear débil y nuclear fuerte). 

El mundo estaba hecho de cuerpos e incluso la luz era un chorro de corpúsculos finísimos. Es claro que esta imagen derivó a una idea mecánica y determinista de las interacciones entre un universo de materia diferenciada y distante. En este contexto –o sea, con esta idea del soporte físico del que debiera surgir la sensibilidad– era muy difícil llegar a explicar la génesis evolutiva de lo biológico y de sus aspectos psíquicos (sensibilidad-conciencia), presentes en los seres vivos. 

Pues bien, la ciencia (o filosofía) que pretende explicar lo psíquico aplicando simplemente la imagen mecanoclásica del universo es lo que ha venido a llamarse reduccionismo (reducir lo psíquico al tipo de realidad que se conoce en la mecánica clásica). El reduccionismo todavía existe y tiene hoy nuevas formulaciones a través de la imagen robótica o computacional de animales y hombres en biología, neurología (determinismo neural) y antropología computacional (según los modelos computacionales seriales o los conexionistas). 

Esta imagen del universo, de la materia, de la vida y del hombre, unificada desde los principios mecánicos y deterministas de la mecánica clásica, apenas pudo llegar a explicar nuestra experiencia personal y social de la vida. Lo psíquico era un fenómeno extraño, algo así como un epifenómeno (un fenómeno marginal sobrevenido por la evolución). 

En esta perspectiva del universo no sólo no se explicaba el humanismo esencial para entender nuestra vida, sino que a fortiori tampoco se podía explicar la realidad de un posible Dios y su relación con el mundo. El reduccionismo fue incompatible durante mucho tiempo con la imagen religiosa de Dios y favoreció el ateísmo, tal como puede comprobarse en la historia científica y filosófica de los últimos siglos. 

b) La explicación mecanocuántica 

La imagen clásica del universo comenzó a verse ampliada (no digo cuestionada) con la aparición de la mecánica cuántica en torno a 1925. Poco a poco se fue conociendo que la materia primordial, es decir, la materia en su forma más germinal, poseía unas propiedades y unas formas de interacción que no se cumplían en el mundo macroscópico, cuyo conocimiento había dado lugar a la mecánica clásica. 

Desde la mecánica cuántica, o sea, desde la idea de la materia cuántica podía explicarse cómo y por qué se había producido en la evolución del cosmos la aparición de los objetos clásicos, en cuya interacción no se cumplían las propiedades de la materia primordial. El mundo físico real ya no era sólo el mundo clásico de objetos diferenciados y distantes, sino también el mundo cuántico de campos unificados y coherentes de materia que llenaban el espacio y que no permitían la diferenciación; una materia indeterminada, abierta a evolucionar de una u otra forma; una materia que interactuaba a través del espacio de una forma no-local por la llamada acción-a-distancia. 

Al principio los fenómenos cuánticos se veían todavía como algo extraño y predominaba la imagen del universo en la imagen clásica. Sin embargo, ya a mitad del siglo XX, fue el gran ingeniero John von Neumann el que insistió en una hipótesis que ya habían atisbado los padres de la macánica cuántica, como Schrödinger o Bohr, a saber, que entre las propiedades extrañas de la materia cuántica y las propiedades fenomenológicas del mundo no menos extraño del psiquismo (sensibilidad-conciencia) existía una sorprendente similitud. 

Por ello, la ciencia debía investigar para entender que los seres vivos eran un equilibrio entre una organización clásica (estable y determinista que explicaba el cuerpo) y ciertas estructuras que permitían la existencia de estados cuánticos en la textura biológica (de tal manera que estos estados cuánticos serían el soporte físico que explicaría los estados psíquicos). 

Esta nueva forma de concebir el mundo físico, la nueva física –orientada ante todo a ofrecer una imagen congruente de una materia que debe poder constituir el soporte fisico que explica por evolución cósmica la realidad emergida en la biología y en la sensibilidad-conciencia– supuso ciertamente una superación del reduccionismo como filosofía de la naturaleza. 

La indeterminación, los campos físicos, la coherencia y la acción-a-distancia, condujeron a una imagen holística de un universo que estaría referido a un fondo ontológico profundo, un mar de energía, un universo implícito o un vacío cuántico, es decir, una dimensión unitaria y holística de la que nacería y en la que se diluiría finalmente la energía total del universo. 

c) Teismo y ateísmo ante el problema de la conciencia (del psiquismo) 

Según lo dicho, la nueva física presentaría una imagen holística del universo y de la materia que permitiría una armonía entre las propiedades del mundo psíquico y las del mundo físico (esto no pasaba con el reduccionismo). Pero, para explicar científicamente el origen evolutivo de la sensibilidad-conciencia sería necesario postular la atribución a la materia de la propiedad de poder producir sensación. 

Ahora bien. ¿por qué la materia poseería en sí misma esta ontología germinal sensible? La ciencia no puede dar una explicación, ya que no es posible exigir a priori que la materia fuera capaz de generar sensación. Simplemente se debería admitir que así es de hecho. En consecuencia, debería dar una explicación de las propiedades de la materia que puedan dar razón de la experiencia fenomenológica del psiquismo en animales y hombres (de la que no podemos dudar porque es una evidencia empírica). La ciencia y la filosofía no dan razón, por tanto, de que la materia tenga la propiedad ontológica real de producir sensibilidad (o no la tenga), sino, esto supuesto, sólo de aquellas propiedades de la materia para que de ella pudieran emerger los seres psíquicos con las propiedades que de hecho poseen. 

Así, el reduccionismo no alcanza a explicar el psiquismo, ni la experiencia psíquica holística de campo (como en la visión de un campo de luz), ni en la indeterminación, flexibilidad y oscilación de las respuestas al medio, que en el caso humano llegan a la libertad de que en parte disfrutamos. Pero la nueva física holística sí ofrece, en efecto, de forma en gran parte convincente, una explicación del soporte físico (cuántico) que estaría en la base de nuestra vida psíquica, tanto en lo que tiene de campal-holístico como en la indeterminación de la conducta de los seres vivos. 

Debemos decir que esta manera holística de ver el universo es compatible tanto con el teísmo y como con el ateísmo. No hay que pensar que el holismo de la nueva física impone el teísmo. No es así. Sin embargo, es verdad que este holísmo moderno, no reduccionista, hace mucho más verosímil la imagen de un universo que podría tener a la Divinidad como su fundamento profundo. Este universo holístico hace, en efecto, más inteligible la imagen de un Dios que, como dice el cristianismo, pero también las religiones orientales como el hinduísmo, es el fondo de la realidad que lo abarca todo. 

El Dios en el que, en expresión de San Pablo, nos movemos, existimos y somos. El universo, para el cristianismo, ha sido creado ex nihilo, de la nada; pero el universo ha sido creado en la ontología divina, ha nacido en Dios. Así lo han vivido la mayor parte de las religiones. Dios sería el fondo holístico del universo del que habrían sido producido el universo, sería la realidad fontanal que funda la génesis de la realidad. Esto no es ni emanantismo (al estilo Plotiniano o neoplatónico) ni es panteísmo. En todo caso respondería a lo que hoy se llama panenteísmo (vg. en la filosofía de la naturaleza de Arthur Peacocke, en total congruencia con la idea de Dios en la ortodoxia cristiana). 

Esta fácil intuición de lo que Dios podría representar como fondo ontológico del universo no era accesible para la imagen reduccionista clásica de un espacio escindido en unidades diferenciadas e irreductibles, que producen un mecanicismo universal determinista y ciego. Pero sí es congruente con la imagen de la nueva física que hace concebible un universo holístico que se resolvería en un fondo de referencia unitaria –bien se llame mar de energía, universo implícito, fundamento holístico, vacío cuántico o meta-realidad– que haría verosímil entenderlo, ya en perspectiva filosófica o teológica, con la ontología fundante y fontanal de la Divinidad. 

d) Valoración final 

La tesis que hemos defendido en este artículo es que los resultados actuales de la investigación científica, sometidos a reflexión filosófica, no nos imponen una patencia de la verdad metafísica última del universo, sino que más bien nos dejan abiertos a un persistente enigma metafísico. Podríamos nombrar esta tesis con brevedad como la tesis de la incertidumbre metafísica del universo. Puesto que esa incertidumbre hace posible una explicación teísta, pero también atea, entonces podríamos también hablar de la tesis de la ambivalencia metafísica del universo. 

¿Quiénes podría estar en desacuerdo con esta tesis? Creo que quienes piensan que el universo hace patente su verdad última en forma inequívoca. El teísmo dogmático, por una parte, afirmaría que la existencia de Dios es patente racionalmente para todo hombre (ante todo porque a los resultados de la ciencia se suman los argumentos metafísicos que vienen de la filosofía). Pero el ateísmo dogmático, por otra parte, también afirmaría que la no existencia de Dios también es patente ante la razón. 

Richard Dawkins, el ateo quizá más popular de nuestro tiempo, viene a decir que la probabilidad racional de que el teísmo sea verdadero es tan reducidísima que, en la práctica, el ateísmo es racionalmente patente y se impone inevitablemente a la razón. 

La tesis que defendemos es, evidentemente, una interpretación. No es la verdad absoluta. Pero es la tesis más fácil de defender, tanto si reflexionamos sobre los resultados mismos de las ciencias y su análisis filosófico, como si atendemos a los hechos que nos impone el análisis sociológico objetivo de lo que realmente pasa en la sociedad en este momento de la historia de la cultura. La experiencia social muestra, en efecto, que hay intelectuales científicos/filósofos que se inclinan por una metafísica teísta y dan argumentos para ello; pero también que hay otros que se inclinan por una metafísica atea y también nos exponen ampliamente sus argumentos. 

Esto parece indicar que, en efecto, estamos en un universo con la incertidumbre y la ambivalencia metafísica que hemos mencionado y argumentado. ¿Quién tiene la razón? ¿Son unos tontos y los otros listos? En realidad no existe, ni es posible, un tribunal que dictamine quién es más objetivo o quién se acerca más a la verdad (como ingenuamente parece postular Dawkins, constituyéndose él mismo en presidente del Tribunal). El ateo considera que su hipótesis es la más correcta y por ello la sigue; pero el teísta piensa igualmente que el teísmo tiene mejor argumentación y por ello lo sigue. Para cada cual su posición es la más correcta. Esto es lo que los hechos parecen mostrar y es muy difícil ir en contra de estas evidencias, pretendiendo defender dogmáticamente la patencia del teísmo o del ateísmo. 

La visión moderna del silencio-de-Dios 

La cultura moderna, por tanto, en el tiempo de la modernidad crítica, a lo largo de los dos últimos tercios del siglo XX, ha propiciado el tránsito desde la modernidad dogmática a la modernidad crítica. Esta, como consecuencia de los resultados de la ciencia y de la reflexión filosófica sobre ellos, ha hecho posible la nueva imagen del universo que lleva a lo que hoy podemos llamar un “teísmo crítico” (que admitiría que, por la razón natural, Dios podría no existir) y a un “ateísmo crítico” (que admitiría que, por la razón natural, Dios podría existir). 

El hombre, pues, se hallaría abierto al enigma del universo y a la incertidumbre metafísica última. Si, en definitiva, el posible Dios en efecto existiera sería un Dios que habría establecido en el mundo su silencio radical. Así sería puesto que la estructura del universo haría posible concebir que Dios pudiera no existir. 

Aquí, en este artículo, hemos considerado la razón metafísica que la filosofía despliega a partir de los datos de la ciencia. Es el fundamento de la vivencia moderna del silencio-de-Dios que es, ante todo un silencio ante el conocimiento humano. Dios, en caso de existir, ha creado un universo en que es posible concebir que no existiera. Es el silencio divino ante el conocimiento humano que queda instalado naturalmente ante el enigma del universo y la incertidumbre metafísica. 

Si este silencio ante el conocimiento no fuera real (y Dios, en alguna manera, fuera cognoscible por la razón natural con seguridad), entonces ya no habría silencio de Dios en sentido radical, ya que el hombre no podría negar que Dios es real y existente. En todo caso el hombre podría quedar abierto al desconcierto de la acción de Dios en el mundo, a su ocultamiento inmediato y al desamparo de la existencia humana. Pero nunca se podría poner en duda la existencia real de Dios. Así ha sido durante siglos en el teísmo. 

a) Dimensiones del silencio-de-Dios en el universo y en la historia 

Sin embargo, el silencio-de-Dios ante el conocimiento es el fundamento que confiere radicalidad a otras manifestaciones del silencio-de-Dios que le dan fuerza y sentido en la cultura moderna. Si podemos hablar del silencio-de-Dios ente el conocimiento humano también podemos hablar de su silencio ante la historia humana. 

Si por el silencio ante el conocimiento Dios parece distanciarse del hombre y ocultarse, por su silencio ante la historia Dios parece indiferente ante el hombre y haberlo desamparado a su suerte. De ahí que pueda hablarse de dos dimensiones complementarias del silencio de Dios: silencio en el universo y silencio en la historia humana. 

1) Silencio de Dios ante el conocimiento. La estructura del universo hace posible que Dios pudiera no existir. Es el enigma del universo que funda la incertidumbre metafísica, y deja abierta la posibilidad del teísmo y del ateísmo. 

2) Silencio de Dios ante el drama de la historia. El dramatismo de la vida que hacen al hombre sentir el desamparo de la existencia refuerza la posibilidad de que Dios pudiera no existir. El silencio de Dios ante la historia tiene, a su vez, dos aspectos. a) El sufrimiento natural producido por un universo evolutivo, autónomo y ciego: catástrofes, terremotos, enfermedades, muerte… que llenan la vida de sufrimiento, sensación de desamparo y malestar ante el posible Dios. b) El sufrimiento producido por la perversidad humana, por la perversidad general de la historia (enfrentamientos, violencia, guerras, injusticias…) y por la perversidad acontecida en la historia de las religiones, producida por los hombres religiosos y por las instituciones religiosas o religiones. 

El silencio-de-Dios, como antes decíamos, es una vivencia presente siempre en la vida de todo hombre. A Dios no lo vemos, está oculto y en silencio. Además parece indiferente ante el Mal producido por la naturaleza y ante la inmensa perversidad humana desplegada en la historia. Dios parece en silencio ante el descomunal drama de la historia humana. En la cultura teísta fundamentalista y dogmática, esta vivencia radical del silencio divino quedaba enmascarada por la persuasión impuesta socialmente de la patencia racional de Dios en el universo. Por ello, la ausencia de Dios y el desamparo del hombre no ponían en duda la existencia de Dios, aunque el hombre tuviera un profundo desengaño, desconcierto y angustia existencial ante Dios. 

En cambio, en la cultura de la modernidad crítica, como hemos explicado, es posible que Dios no existiera, ya que no existe una patencia incuestionable de Dios en el universo. Por ello, el silencio de Dios ante el conocimiento y ante el drama de la historia mueven a poner en cuestión su posible existencia. La duda metafísica sobre Dios se instala en el hombre totalmente. El desconcierto, la angustia, la desconfianza, el malestar profundo ante el silencio-de-Dios, llevan a un impulso a olvidar a Dios y a centrar el interés de la vida en lo puramente inmediato. El hombre entiende el gran enigma de Dios, el gran enigma que pesa sobre su existencia y se siente incapaz de hallarle una solución. El hombre ve nacer en su interior una enorme perplejidad metafísica que lo aboca a la indiferencia ante lo metafísico, indiferencia ante el teísmo y ante el ateísmo. 

b) Dramatismo de la vida ante el silencio-de-Dios 

La actitud del hombre ante el posible Dios es dramática porque debe asumirse con libertad en medio del abandono, el sufrimiento, el dolor profundo, las emociones vitales, la incógnita molesta e inquietante sobre el enigma del más-allá. Por sus fuerzas y facultades naturales, como ser en el mundo natural, el hombre vive angustiosamente en el desconocimiento definitivo de la Verdad última y en la experiencia de estar abandonado en el drama de la historia. Vive en la angustia de entender que el mundo haría posible una presencia oculta de un Dios que fuera su fundamento y que pudiera llamar al hombre a ser religioso. Pero vive también en la angustia de que Dios pudiera no existir y que su silencio y abandono respondieran simplemente a su no-existencia. Es la angustia de la tensión natural entre la Presencia/Llamada y la Ausencia/Silencio de Dios en el universo. 

Pero para el cristianismo todavía hay algo más, como antes decíamos. La fe cristiana entiende que todo hombre está afectado interiormente por una presencia, una llamada de Dios como Espíritu que apela a ser aceptada y acogida. Obviamente, el cristianismo no afirma que esta presencia pueda ser conocida por la ciencia, por la filosofía o por el razonamiento natural ordinario. Es una presencia que la tradición cristiana ha calificado como sobre-natural y mística. No pertenece como tal a la naturaleza humana, es una Gracia misteriosa de Dios que se sobrepone a la naturaleza y es por ello sobre-natural. Pero es real y afecta interiormente al hombre. 

Si esta presencia mistérica de Dios en todo hombre es real, entonces esta idea cristiana del hombre hace el dramatismo natural de la existencia mucho más angustioso y desconcertante. El hombre tiende a Dios por esta llamada interior pero acude a la naturaleza en su búsqueda y queda desconcertado por un inmenso vacío, ante su conocimiento por el enigma del universo y ante el drama de la historia por el Mal que acosa desde una naturaleza ciega y por la perversidad humana. Es la dimensión más trágica, dramática y mistérica de la tensión existencial de todo hombre entre la Presencia/Llamada y la Ausencia/Silencio de Dios en el universo. 

Así la experiencia del itinerario espiritual en la tradición cristiana que, ya desde la patrística habla del Deus absconditus y en la teología espiritual de San Juan de la Cruz aparece el concepto de la noche oscura. “… salí tras ti clamando y eras ido…”. Es posible interpretar que el hombre herido por la “llama interior” va en busca de Dios pero queda perplejo por su ausencia en el mundo y en la historia humana. Sin embargo, como han repetido los poetas, “…has cortado mi respiración, has destrozado mi cerebro, has destrozado mis entrañas, has destrozado mi corazón…”, pero lo que queda de mi cuerpo seguirá buscando las huellas de tu presencia en la naturaleza y en mi experiencia interior. 

Conclusión 

Por consiguiente, ¿existe Dios o no existe? ¿Tiene razón el teísmo o el ateísmo? ¿Qué pensar de las religiones? El hombre, por su propia naturaleza, puede quedar reducido a responder sólo por la intuición y por las emociones. Sin embargo, el hombre tiene una naturaleza racio-emocional y sólo las respuestas que respondan al ejercicio de la razón le llenarán plenamente. Y hoy debemos construir las respuestas a partir de nuestra imagen del universo en este momento de la historia de la cultura, por la ciencia y por la filosofía, que sin duda entrarán en armonía con las grandes intuiciones inmediatas de la vida humana. 

No responderemos correctamente estas preguntas si lo hacemos fuera de nuestro tiempo, desde posiciones fundamentalistas y dogmáticas hoy trasnochadas. La ciencia de nuestro tiempo y la filosofía en ella fundada nos hacen entender que Dios, si es el creador del universo, ha creado un universo enigmático que nos instala en la incertidumbre metafísica. Es el universo que Dios ha querido. La modernidad crítica ha dado pie a que en nuestro tiempo la cultura de la incertidumbre metafísica permita entender en toda su radicalidad el hecho de que Dios está en silencio, hasta el punto de que la creación permite concebir que Dios pudiera no existir, como entiende de hecho el ateísmo. 

En consecuencia, para responder hoy las preguntas que más arriba proponíamos debemos situarnos correctamente en la realidad que estamos viviendo. Es la realidad de que en el universo se despliega un radical y desconcertante silencio-de-Dios. No debemos enmascarar la realidad –la forma del universo creado, si Dios en su creador– por medio de teísmos y ateísmos fundamentalistas y dogmáticos. Hay que aceptar con realismo el universo tal como hoy podemos entenderlo por la ciencia y por la filosofía en la modernidad crítica. Un universo en que Dios está en silencio. 

Este hecho, la realidad del silencio-de-Dios, en toda su radicalidad y en todas sus dimensiones, tal como hoy debemos entender en la Era de la Ciencia, es el punto de partida para entender la lógica argumentativa y la posibilidad natural del ateísmo, y la existencia natural al margen de Dios. Pero es también el punto de partida para entender el verdadero sentido de la argumentación y la lógica de la religiosidad natural y de las religiones. Esta será la temática que abordaremos en la segunda sesión del Seminario de Profesores de la Universidad de Deusto, organizado por la Facultad de Teología, en el mes de febrero, dentro del ciclo “Dios y religiones en la Era de la Ciencia”. 


Artículo elaborado por Javier Monserrat, Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la Cátedra Ciencia, Filosofía y Religión, Universidad Comillas, Madrid.

Fuente: www.tendencias21.net